_
_
_
_
Tribuna:EDUCACIÓN
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La disciplina de la imaginación

Antonio Muñoz Molina

No puede avanzarse mucho en la reflexión sobre el lugar de la literatura y de la palabra escrita en la enseñanza si no se revisa la absurda y rígida distancia que se ha establecido en España entre lo que se llama educación y lo que se llama cultura. Los escritores muertos o momificados por la gloria pertenecen al reino de la educación y los vivos al de la cultura. Lo cual no debe de estar muy lejos de aquel siniestro refrán de "el muerto al hoyo y el vivo al bollo". El muerto al hoyo de los manuales, de los apuntes y de los comentarios de textos. El vivo al bollo precario, pero en ocasiones sustancioso, de las conferencias de postín y de los premios y los convites oficiales.

¿No hubo hasta hace un par de años un Ministerio de Educación y otro de Cultura? Y aun cuando ahora están juntos, ¿alguien se ha parado a pensar si hay alguna relación entre lo que hace la parte educativa del ministerio bífido y lo que hace su lado cultural, o lo que queda de cualquiera de los dos después de los traspasos a las autonomías?

Para ahondar más las diferencias, debe anotarse que la Cultura es el campo del prestigio, mientras que la Educación apenas ocupa páginas de verdadera relevancia en los periódicos, ni es motivo, en general, de la atención sincera y preocupada de los que se dedican al periodismo. Y casi tampoco de los que se dedican a la política, ni siquiera a la política educativa. Cuando un asunto relacionado con la enseñanza provoca titulares es infaliblemente porque está siendo usado como pretexto para alguna reyerta partidista, como ha sucedido con la polémica de las humanidades. Se oculta así, por una mezcla de intereses y de falta de interés, lo que cualquier profesor y cualquier padre sabe, y sufre: que la educación, sobre todo la pública, está sometida a una degradación y un descrédito cada vez mayores, padecidos en la misma medida por quienes la imparten y por quienes deberían ser sus beneficiarios.

La cultura es un escaparate y una coartada, en ocasiones de lujo, sobre todo para los jerifaltes de las satrapías autonómicas y municipales que gastan sin el menor escrúpulo de responsabilidad presupuestaria. La educación es un oficio que ha sido despojado en los últimos años de toda su dignidad pública y de gran parte de su legitimidad moral. Para alcanzar la categoría de culto no es necesario saber, sino sano saber, sino estar Más que el maestro ilustrado y perseverante, importa el nebuloso gestor de actos culturales, el intermediario que seguramente no sabe hacer nada, pero que se las sabe todas, y por tanto puede ofrecer al político lo que éste más aprecia y exige, un brillo de modernidad inatacable, un titular de periódico, unos segundos en la televisión.

Los planes de estudio y las temibles reformas educativas, que tienen la infatigable virtud de empeorar todo desastre, por definitivo que éste pueda parecer marginan cada vez más no sólo a los saberes humanísticos, como piensan algunos inocentes, sino a todos los saberes por igual. Pero al mismo tiempo que el poder político perpetra lo que alguna vez he llamado la exaltación de la ignorancia, se inviste de cualquier manera y a cualquier precio de los oropeles más lujosos de la cultura. Se acentúa el carnaval de la alta cultura y se abandona a su suerte a quienes viven extramuros de ella, los que nunca amarán la ópera ni leerán a Joyce ni merecerán comprender la pintura moderna.

Los escritores se lamentan de la falta de lectores, los concejales de cultura comprueban que conferencias están salas de vacías a no ser que exhiban a algún figurón del espectáculo de la cultura o de la cultura del espectáculo. Pero nadie parece darse cuenta de que la razón principal de que no exista esa asidua multitud que llamamos público está en el gran foso entre la educación y la cultura; entre el saber y el estar al día; entre el trabajo lento, disciplinado y fértil sólo a largo plazo, y la pirueta instantánea concebida para recibir el halago de un titular, pero condenada a extinguirse sin dejar ni rastro de ceniza.

Con alguna frecuencia voy a dar conferencias a institutos, y siempre compruebo, con tanto entusiasmo como melancolía, una doble verdad. Primero, que en esas aulas está el mejor público que puede desear un escritor: el más receptivo, el más limpio de vanidad y de prejuicios. Segundo, que hay muy pocas cosas tan hirientes como, el contraste entre el dispendio ilimitado de las ceremonias culturales organizadas por ayuntamientos, diputaciones y comunidades, y la penuria absoluta en la que casi siempre se desenvuelven los centros públicos de enseñanza.

Este es un país donde, al tiempo que vienen las mejores orquestas del mundo, muchos conservatorios se encuentran en condiciones nigerianas, y donde las Administraciones gastan en televisiones consagradas a emitir basura comercial e ideológica el mismo dinero que escatiman en bibliotecas o plazas de profesores.

Aunque lo parezca, todo lo anterior no es en absoluto ajeno a la literatura, pues no es posible reflexionar sobre su sentido sin establecer las condiciones en que se produce, las relaciones entre el acto de escribir y el de leer, entre la solitaria invención de un libro y la reinvención simétrica del lector, ese personaje desconocido, imprevisible y con mucha frecuencia inexistente.

Si la literatura, como tiende a creerse ahora, es un adorno, un fetiche de prestigio para pavonearse ante los ojos embobados de la tribu, si es una materia fósil, apartada de la vida y que sólo interesa a los eruditos universitarios, entonces tienen razón quienes la desdeñan, quienes la eliminan poco a poco de los planes de estudio, y también el público que jamás se interesa por ella. Si la literatura es superflua, si no es útil para vivir y no alude a honduras fundamentales de la experiencia humana, lo mismo los escritores que los profesores, que nos ganamos la vida gracias a ella, tendremos razón para sentirnos impostores.

Cuando yo estudiaba sexto de bachillerato, hace casi treinta años, la clase de literatura consistía en una ceremonia tediosa y macabra. Un profesor de cara avinagrada subía cansinamente a la tarima con una carpeta bajo el brazo, tomaba asiento con desgana y nos dictaba una retahíla de fechas de nacimientos y de muertes, títulos de obras y características que tenias que copiar al pie de la letra si no querías suspender. Afortunadamente para mí, yo ya era un adicto irremediable a la literatura; pero la mayoría de mis compañeros la habrán considerado para siempre ajena y odiosa. Del mismo modo que la educación religiosa del franquismo fue una espléndida cantera de librepensadores precoces, la educación literaria era, y en ocasiones sigue siendo, una manera rápida y barata de alejar a los adolescentes de los libros.

A nadie le interesa aprender cosas inútiles. Sólo amaremos los libros si nos damos cuenta de que son útiles y pertenecen al reino de nuestra propia vida. Leer no es hacer méritos para aprobar ni para demostrar que se está al día. Un libro verdadero —también los hay impostores— es algo tan necesario como una barra de pan o un vaso de agua. Como el agua y el pan, como la amistad y el amor, la literatura es un atributo de la vida y un instrumento de la inteligencia, de la razón y de la felicidad. La mayor parte de los lectores no lo saben, pero tampoco parecen saberlo muchos escritores.

Un amigo mío que se dedica a enseñarla dice que la literatura no es cultura, sino algo más serio y más elemental. La literatura, su médula, es una consecuencia del instinto de la imaginación, que opera con plenitud en la infancia y que poco a poco suele ir atrofiándose, como todo órgano que se deja de usar. A medida que crecemos y se nos empieza a adiestrar para el trabajo, para la mansedumbre y la desdicha, el hábito de la imaginación se vuelve incómodo, peligroso e inútil. No porque sea un proceso natural, sino porque hay una determinada presión social para que no nos convirtamos en individuos sanos, felices y autónomos, sino en súbditos dóciles, en empleados productivos, en lo que antes se llamaba hombres de provecho.

El juego, la fábula y la imaginación pierden su soberanía y se convierten en proscritos. O en bufones, como esos jefes indios que, después de la rendición de sus tribus, lanzaban sus gritos de guerra y se pintaban la cara no para cabalgar con orgullo por praderas sin límite, sino para actuar de comparsas en el circo de Buffalo Bill.

Pero la imaginación es muy fuerte y tarda en ser vencida. Yo creo que el periodo de nuestra vida en que se libra la batalla más difícil, que también resulta ser la definitiva, transcurre en el final de la infancia y en la adolescencia. No es casual que sea en ese tiempo cuando nos aficionamos a la literatura y a la rebeldía, y cuando se decide inapelablemente nuestro porvenir.

La tarea del que se dedica a introducir a los niños y a los jóvenes en el reino de los libros es enseñarles que éstos no son monumentos intocables o residuos sagrados, sino testimonios cálidos de la vida de los seres humanos, palabras que nos hablan con nuestra propia voz y que pueden darnos aliento en la adversidad y entusiasmo o fortaleza en la desgracia. Decía Ortega y Gasset que los grandes escritores nos plagian, porque al leerlos descubrimos que están contándonos nuestros propios sentimientos, pensando ideas que nosotros mismos estábamos a punto de pensar.

La literatura no es aquel catálogo abrumador y soporífero de fechas y nombres con que nos laceraba mi profesor de sexto, sino un tesoro infinito de sensaciones, de experiencias y de vidas. Gracias a los libros, nuestro espíritu puede romper los límites del espacio y del tiempo, de manera que podemos vivir a la vez en nuestra propia habitación y en las playas de Troya, en las calles de Nueva York y en las llanuras heladas del Polo Norte. Es una ventana y también es un espejo. Es necesaria, aunque algunos la consideren un lujo. En todo caso, es un lujo de primera necesidad.

Pero que resulte necesaria no quiere decir que sea un tesoro puesto al alcance de la mano, que cualquiera pueda sin esfuerzo escribirla y leerla. Cunde desde hace años la superstición irresponsable de que el empeño, la tenacidad, la disciplina y la memoria no sirven para nada, y de que cualquiera puede hacer cualquier cosa a su antojo. Eso que llaman lo lúdico se ha convertido en una categoría sagrada. Del aula como lugar de suplicio se ha pasado a la idea del aula como permanente guardería, lo cual es una actitud igual de estéril, aunque mucho más engañosa, porque tiene la etiqueta de la renovación pedagógica.

Todos sabemos, aunque a veces se nos olvide, que las cosas que nos salen sin esfuerzo han requerido un aprendizaje muy lento y muy difícil, y que la lentitud y la dificultad nos han templado mientras aprendíamos. Los mayores logros del arte, la música, la literatura o el deporte tienen en común una apariencia singular de facilidad. Pero a ese atleta que corre cien metros en menos de diez segundos ese instante único le ha costado años de entrenamiento, y ese músico que toca delante de nosotros sin mirar la partitura, como ese aficionado que se la sabe de memoria, han pasado horas innumerables consagrados al estudio, negándose al desaliento y a la facilidad.

Se nos educa —cuando se nos educa, cosa cada vez menos frecuente— para disciplinamos en nuestros deberes, pero no en nuestros placeres y en nuestras mejores aptitudes. Por eso nos cuesta tanto trabajo ser felices. Aprender a escribir libros es una tarea muy larga, un placer extraordinariamente laborioso que no se le regala a nadie y al que se llega después de mucho tiempo de dedicación disciplinada y entusiasta. Esos genios de la novela que andan a todas horas por los bares son genios de la botella más que de la literatura. Y aprender a leer los libros y a gozarlos también es una tarea que requiere un esfuerzo largo y gradual, lleno de entrega y paciencia, y también de humildad. Pero ya decía Lezama Lima que sólo lo difícil es estimulante.

La literatura no está sólo en los libros, y menos aún en los grandilocuentes actos culturales, en las conversaciones chismosas de los literatos o en los suplementos literarios de los periódicos. Está en la habitación cerrada en la que alguien escribe a altas horas de la noche o en el dormitorio en el que un padre le cuenta un cuento a su hijo, que tal vez dentro de unos años se desvelará leyendo un tebeo, y luego una novela. Uno de los lugares donde más intensamente sucede la literatura es el aula en donde un profesor sin más ayuda que su entusiasmo y su coraje le transmite a uno solo de sus alumnos el amor por los libros, el gusto por la razón en vez de por la brutalidad, la con ciencia de que el mundo es más grande y más valioso que todo lo que puede sugerirle la imaginación.

La enseñanza de la literatura, sirve para algo más que para descubrirnos lo que otros han escrito y es admirable: también sirve para que nosotros mismos aprendamos a expresarnos mediante ese signo supremo de nuestra condición humana, la palabra inteligible, la palabra que significa y nombra y explica. No la que niega y oscurece, no la que siembra la mentira, la oscuridad y el odio.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_