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Las ideas perdidas

Antonio Elorza

A finales de 1981, Manuel Azcárate fue expulsado del PCE, tras haber fracasado en su intento de renovación del partido. Tenía 65 años y en el Partido Comunista no existía la Seguridad Social. Así que tocó buscar los artículos juveniles, firmados como "Juan Diz" en Ahora, hacia 1936 o 1937, con la esperanza de obtener una pensión por vía de la prensa. Por fortuna, la pesquisa resultó inútil, pues Azcárate encontró un puesto de trabajo en este diario, pero el final feliz no borra la significación del episodio: cuarenta años de entrega a la lucha antifranquista, primero, luego una contribución de primer orden en la labor de insertar el comunismo en la democracia naciente, para acabar en la nada.En gran medida, la trayectoria personal de Manuel Azcárate refleja la evolución en España del comunismo democrático, que él mismo contribuyó a crear. Aunque no fuera el único. En la configuración de aquello que hace dos décadas se llamó "eurocomunismo", actuó en primer término la apuesta de Santiago Carrillo, a partir de la iniciativa de "reconciliación nacional" en 1956, por una política tendente a acabar con la dictadura e instaurar la democracia. (Eso sí, sospechosamente adjetivada como "económica y social" o "económica y política", pero al fin democracia lisa y llana cuando llegó el momento). Contó también el gran gesto de Dolores Ibárruri en 1968, al oponerse sin reservas a la invasión de Checoslovaquia por los ejércitos del Pacto de Varsovia. Su no rotundo del 68 a Bréznev, refrendando el apoyo prestado por Carrillo a la primavera de Praga, marcó una inflexión en la vida del pequeño partido que se liberó de un golpe de la tutela de Moscú. Y contaron sin duda tantas actuaciones de militantes anónimos, que sostuvieron prácticamente en solitario el desigual pulso contra el franquismo, al mismo tiempo que su actuación sindical clandestina conseguía un sustancial ascenso en la condición de vida de los trabajadores.

Fue una revolución silenciosa, que con un alto coste en cárcel y sacrificios, a las mejoras económicas, sumó la conversión de profesionales intelectuales y obreros en garantes de la nueva democracia. El "eurocomunismo" constituyó el punto de llegada de un proceso en cuyo seno anidaban los gérmenes de su pronta autodestrucción. No era la primera vez, pero sí será la última, en que desde la formación de los frentes populares en 1935-36 unos partidos comunistas intentaban jugar la baza de la democracia, marcando así distancias con la dictadura del proletariado de sello leninista. El intento fracasó rápidamente, tanto en España como en Francia, mientras que en Italia tenía lugar la transfiguración del PCI en "el Olivo". Y el triste desenlace llegó a ensombrecer los logros alcanzados durante el recorrido previo.

Correspondió a Manuel Azcárate, en su calidad de responsable de las relaciones internacionales del PCE, percibir mejor que nadie la exigencia de ir más allá del partido comunista de siempre funcionando en un marco democrático. De entrada, había que profundizar en las razones del distanciamiento de la "patria del socialismo", pues de otro modo todo quedaría en un gesto de rebeldía, como el del PCE en 1968, dejando intacta una cultura política dependiente de la matriz soviética. Con prudencia y claridad al mismo tiempo, Azcárate puso los pilares de la crítica del marxismo soviético en el VIII Congreso del PCE en 1972, convirtiéndose desde ese instante en la bestia negra de Moscú, para llevarla al límite en el Congreso de 1981, el de la derrota de los renovadores. Bromeaba entonces diciendo que la tesis allí sostenida sobre el "socialismo real" en condiciones normales hubiese sido la gran noticia del Congreso. Azcárate admitía que la revolución de tipo soviético había destruido el capitalismo, pero fracasó en el intento de crear una sociedad socialista, verdaderamente emancipadora y respetuosa de la libertad. El "eurocomunismo" debía dejar claro que su horizonte político en nada coincidía con el de la URSS.

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La segunda premisa para el cambio era la democratización interna del partido. El PCE que salía de la dictadura contaba en sus militantes con un potencial político muy superior al del PSOE, si bien su composición heterogénea obligaba a un esfuerzo de articulación, más aún al tropezar con una coyuntura electoral y económica adversa. En este contexto, la división entre cultura interior y del exilio, el enfrentamiento de euros y prosoviéticos, la propensión autoritaria de Carrillo, el desconcierto ante la inferioridad en votos respecto del PSOE, los conflictos con los partidos de nacionalidad, llevaron desde 1980 a un repliegue sobre los usos propios del "centralismo burocrático", camino seguro para la autodestrucción del partido. De ahí que la superación definitiva del partido leninista fuera el caballo de batalla del Congreso de 1981, jugando Azcárate involuntariamente en el Congreso, y meses antes desde la dirección de Nuestra Bandera, un papel de líder de la renovación, quizá con un excesivo deje institucionalista. No era lo suyo, y tras la derrota primero y luego la expulsión abandonó toda actividad política.

El fracaso de 1981 dejó en el olvido la más fecunda de las iniciativas del "eurocomunismo" hispano, impulsada asimismo por Azcárate: el proyecto de forjar una euroizquierda mediante la cual, superando la tradicional división entre comunismo y socialdemocracia, y con una marcada receptividad hacia los nuevos movimientos sociales, se hiciera realidad una convergencia estratégica de cara a la unidad europea. En un paisaje de ruinas, la idea mantiene su vigencia.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense.

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