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Velas al viento

Ruge la tormenta y el viento hincha las lonas de los andamios: es el "efecto vela", dicen los expertos. Crujen las estructuras metálicas, centellea el relámpago, revienta el trueno y el aguacero arrecia, arriesgados marineros de cemento firme trepan por las jarcias para aparejar el inesperado velamen, relucientes en sus chubasqueros de vivos colores. El edificio, desarbolado y arruinado, delira en medio de la galerna, se cree un navío a punto de zarpar y se conmueve, por primera y última vez, antes de naufragar y derrumbarse definitivamente como fulminado por el rayo.La tromba de agua arrastra, hacia un océano invisible, su cargamento de automóviles, limpia, barre, purifica las calzadas. Temerarios motoristas son rescatados de la turbia corriente por improvisados cabos que les lanzan, desde los muelles de las aceras, salvavidas neófitos. Una ninfa inconsciente, inocente, ajena a la catástrofe, se embute el bañador y se zambulle en el vertiginoso y efímero cauce de la rambla sobre su colchoneta neumática. Las sirenas cantan emergencia y el temporal se cobra su víctima propiciatoria en un obrero de la construcción abatido por una descarga eléctrica. El portavoz del Samur -dicen los diarios- no supo precisar si la muerte se debió a la tormenta o a una derivación eléctrica de la hormigonera, mas no fue un rayo fatídico sino un fallo de la máquina, y es que, con lluvia o sin ella, los innumerables tajos abiertos sobre la piel de asfalto de la urbe se convierten con demasiada frecuencia en azarosas, cuando no mortales, trampas para sus trabajadores o para los viandantes desprevenidos. La inseguridad ciudadana no es patrimonio exclusivo de chorizos y delincuentes, homicidas y toxicómanos marginados, la inseguridad acecha en las zanjas y en las pasarelas, entre las grúas y las excavadoras que remueven, día y noche, las entrañas de la ciudad.

Las alcantarillas rebosan y el agua se acumula en las profundidades de los pasos subterráneos, lagunas estigias, piélagos traidores y previsibles, aunque sus mentores y constructores traten de escudarse en la caprichosa furia de los elementos dándole a cualquier chaparrón estival tratamiento de diluvio impredecible y apocalíptico.

La "impredecible" climatología, que le dicen, suele ser monótonamente predecible, como muy bien saben, por ejemplo, los redactores del almanaque Zaragozano. Agosto se despide con truenos y relámpagos que anuncian, a bombo y platillo, el fin del verano, un jarro de agua fría que apacigua los rigores del termómetro, un fenómeno que casi nunca falta a su cita y que sin embargo es recibido cada año con muestras de sorpresa. La "gota fría" que anega cámpings y devasta playas es un tópico anual, una maldición que para algunos ciudadanos de vuelta de sus vacaciones resulta ser casi un alivio, una palmaria constatación de que su asueto estival no hubiera podido prolongarse aunque su calendario laboral se lo hubiera permitido.

La ciudad ha querido lavarse la cara para recibir a sus hijos prófugos, pero las abluciones han resultado demasiado enérgicas para un organismo debilitado por múltiples operaciones quirúrgicas. Los cirujanos de hierro y hormigón eluden su responsabilidad y se amparan en las imperativas y caprichosas fuerzas de la naturaleza. Fuerzas, imperativos y caprichos que ignoraron o menospreciaron cuando urdieron sus intervenciones. Basta una aparatosa y fugaz tormenta de verano para poner en entredicho las más emblemáticas realizaciones de la ingeniería municipal. Cuatro gotas bastan para empantanar el tráfico y aguar cualquier pretensión de eficacia, orden y funcionalidad.

Los viajeros retornan en sombría procesión a sus madrigueras urbanas, más o menos dispuestos a afrontar de nuevo sus rutinas en medio del caos, a sobrevivir en un entorno no menos hostil por cotidiano. Tras un verano más o menos odiseico, Ulises y familia no regresan a Ítaca sino a Penélope, la urbe que teje y desteje su tapiz como una tela de araña, araña alucinada acosada por voraces pretendientes que la expolian buscando sólo su provecho.

El "efecto vela" hincha las lonas de los andamios y los edificios arrumbados sueñan con la huida antes de desplomarse en medio de la tormenta. Madrid se lame sus heridas bajo la lluvia.

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