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El pan y otros engaños

El cronista, que es de Alcalá de Guadaira, tierra de buen pan, empezó a preocuparse hace tiempo. Pero fue dejando el asunto para mejor ocasión. También en la columna, como en la política, las cosas urgentes dejan poco espacio para las importantes. Pero he aquí que el verano, tiempo proclive a la reflexión cuidadosa, le trajo al cronista nuevas evidencias de aquel asunto, que no es otro que la vertiginosa decadencia de la calidad del pan en nuestras latitudes. Y no le consoló, tras consultar con otros cronistas, saber que el fenómeno es extensivo a toda España. Miren por donde, aquello de la nación indivisible existe donde menos te lo esperas. (También en la lucha contra incendios forestales, aunque al señor Pujol no le constara, y eso le pudo costar, entre otras sorpresas, 36.000 hectáreas; por no pedir ayuda a tiempo al Estado. No es más que otro ejemplo). No hace tantos años, una buena hogaza de pan blanco podía conservar sus suculencias hasta tres y cuatro días. Hoy, como te descuides, no te aguanta ni para el desayuno del día siguiente. Aquella estupenda apariencia de "pan de pueblo", oronda y crujiente en el momento de comprarlo, se habrá convertido en un engrudo correoso y con incipencias de cierto amargor. ¿Qué es lo que está pasando aquí? El cronista se puso a investigar. Y averiguó cosas espeluznantes. Para empezar, el buen trigo panificable, o trigo blando, ya apenas se siembra, arrinconado por el trigo duro, más apto para pastas, pizzas, y otras modas gastronómicas insufladas por la propaganda y la velocidad de la vida. Pero, además, el último tiene subvención europea, y el otro no. (Aquí la nación única se nos acaba de debilitar por donde menos se esperarían los nacionalistas periféricos). Añádanse a esos componentes básicos del problema otros de índole, llamémosle, comercial. Si el pan aguanta poco y nutre menos, se consume más. Es decir, hay que aligerarlo de sustancia y enriquecerlo de apariencias. O sea, fermentación rápida con aditivos esponsojos, horno continuo eléctrico -mano de obra más barata-, etcétera. El resultado es esa cosa con la que cada día te engañan más a menudo, bajo el reclamo sentimental de "pan de pueblo en horno de leña". Y un cuerno. Haga usted la prueba: pida en los establecimientos del ramo, además de pan envasado y no cogido con las mismas manos que van al dinero y sabe Dios adónde más, pan blanco de masa dura. Ya verá la cara que le ponen. Pero usted insista. No se deje engañar con turbias apelaciones a lo genuino, que sólo sirven para alimentar nacionalismos de tercera división. Y no espere con los brazos cruzados al buen pan de la otra Europa -suizo, alemán, francés-, como ya entraron los chocolates o las cervezas, eso sí, con su carga demoledora para los paladares aldeanos. Pero el cronista, ya puesto, averiguó otras muchas cosas que le pusieron los pelos de punta, y que hoy sólo se las va a enunciar, para no amargarles las vacaciones. El engorde del vacuno -no sea tonto, pida carne de chivito, de choto, en esos mismos pueblos-, o las margarinas, que están resultando aún más dañinas que la mantequilla. De momento, desayune con aceite de oliva, que esa sí que es auténtica raíz de España. Y suerte.

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