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El muro vasco

Fernando Savater

La única cosa positiva de la pintoresca expedición de Inestrillas y demás legionarios ultras a Rentería fue la de servir para recordarles a los nacionalistas vascos desmemoriados cómo es el verdadero nacionalismo español. Últimamente venía siendo un truco dialéctico habitual denostar como fruto del nacionalismo español cualquier crítica al nacionalismo vasco, así como también las actitudes menos complacientes con el mejunje político expelido por los etarras. Incluso hubo hace poco un ignorante bribón que ejerce como comentarista político en la prensa madrileña -imagínense dónde- dispuesto a calificar como «la fiel infantería» a quienes no estamos dispuestos a que se negocien los fundamentos de la democracia con los antidemócratas... aunque creamos negociable todo lo demás. Bueno, pues Inestrillas y su santa compaña han puesto las cosas en su sitio. Porque lo nocivo del nacionalismo no es tener un sano amor a lo propio, como todo el mundo, o un proyecto político para el país -cosa perfectamente legítima- ni tampoco creer en la existencia política de una nación vasca o una nación española, sino empeñarse en excluir o al menos humillar a los conciudadanos, que no se conforman con los rasgos prefabricados de lo que se establece como sagrada identidad nacional.En este sentido perverso es nacionalista, por ejemplo, lo que dijo Joan Mari Torrealdai (citando una supuesta opinión de Pedro Miguel Etxenike, reciente premio Príncipe de Asturias de las Ciencias), en una entrevista publicada en Egin: que, como el castellano no es lengua oficial en ninguna de las grandes potencias científicas del mundo actual, las dos únicas lenguas imprescindibles para los jóvenes vascos son el euskera y el inglés. Tan nacionalista como la afirmación opuesta («el euskera sólo lo hablan cuatro gatos, lo que hay que aprender para tener mundo es castellano e inglés»), algo que tantas veces hemos oído en un pasado muy cercano. En ambos casos se desprecia lo que más debería importar, el hecho de que hay familias vascas que hablan castellano y otras que hablan euskera, teniendo todos perfecto derecho a seguir comunicándose así con sus hijos, mientras que la utilidad del inglés pertenece a un registro diferente. El prototipo totalitario y antidemocrático de este nacionalismo lo expuso muy bien Arzalluz al decir que sólo los nacionalistas vascos son los verdaderos vascos. Gracias, Gran Timonel, por decir siempre lo que no se debe decir para que sepamos claramente lo que no queremos pensar ni ser.

Aquí estriba precisamente el problema de fondo del conflicto vasco. Entre la afirmación de Arzalluz y la ideología de los campechanos psicópatas que mantuvieron secuestrado a Ortega Lara hay una vinculación intrínseca, no accidental: la mentalidad de que dentro de la mezcolanza de ciudadanos hay un pueblo elegido y oprimido que siempre merece comprensión prioritaria hasta en sus peores extravíos. Y que no les vengan invocando la democracia cuando no les conviene porque, como claramente dijo en su día Txillardegi, «la democracia tiene poco sentido cuando un pueblo está oprimido o, como en nuestro caso, los de aquí estamos en minoría». Ese pueblo se caracteriza sabinianamente por su incompatibilidad radical con los demás ciudadanos, los no nacionalistas, es decir los vituperados españoles, así como con sus señas de identidad culturales y sus proyectos políticos. La única posibilidad que a esta mayoría se le concede es la de convertirse al ideario nacionalista -la llamada «construcción nacional», en realidad la destrucción del país como pluralidad- o al menos no obstaculizarla en modo alguno, so pena de ser considerados no sólo no vascos sino «antivascos». El hostigamiento de la violencia terrorista ha ido exasperando estos planteamientos que vienen de mucho más atrás, cargándolos de sangre, de resentimiento, de cárceles, de asesinos martirizados, de víctimas culpabilizadas, de contraterrorismo terrorista, hasta llegar a un punto en el que son políticamente factibles acuerdos puntuales pero ninguno de auténtico calado que ayude a convivir. Y lo que falta en el País Vasco es voluntad de convivencia, no capacidad de autogobierno. O, si se prefiere: voluntad de utilizar el autogobierno para y no contra la convivencia pluralista.

Estoy convencido de que muchos nacionalistas no suscribirían la comentada opinión de Arzalluz, ni mucho menos el desenfado mortífero de los verdugos de Ortega Lara. Pero es evidente que el nacionalismo vasco institucional no ha hecho aún su perestroika, tal como tuvo que hacerlo en su día el unanimismo españolista que hoy recuerda grotescamente el clan del Inestrillas cavernario. No se trata de que los nacionalistas vascos dejen de serlo en todo y para todo, igual que la caída del muro de Berlín no obligó a renunciar a todos los ideales de justicia social sino sólo a dogmas nefastos como la dictadura del proletariado o el secuestro estatal de cualquier iniciativa económica. El nacionalismo vasco necesita urgentemente también que caiga su muro de Berlín, es decir que haya un acontecimiento liberador del mismo fuste que le permita sacudirse sus dogmas excluyentes, antidemocráticos y xenófobos. ¿Cuál podría ser este suceso, a la vez síntoma y causa de la perestroika nacionalista? A mi juicio, sólo uno: la derrota de ETA, que es la encarnación violenta de la intransigencia que desgarra la sociedad vasca y el símbolo del nacionalismo entendido como guerra civil. Sin duda la necesaria derrota de ETA no puede ser sólo policial, sino también social y política, pero no será social ni política sin un eficaz sustento policial.

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Aunque no dudo de que desee el final de ETA, es evidente que a Arzalluz no le interesa políticamente tal derrota. Quizá por su formación germánica, él preferiría una hegeliana aufhebung de ETA por el PNV, es decir una superación que al mismo tiempo supusiera su abolición y su conservación, la negación de la negación, o sea: la negación de la violencia como negación del no nacionalismo también. En cierta medida el plan Ardanza y las prédicas de los que abogan porque no haya «ni vencedores ni vencidos» van en esta misma dirección. Pero de este modo la catarsis del nacionalismo nunca tendría lugar -al contrario, se reforzaría su versión más integrista- ni por tanto nos acercaríamos ni un paso a la instauración de la convivencia pluralista, la auténtica reconstrucción nacional. Por eso algunos insistimos en el rechazo de cualquier forma de negociación que suponga la mínima asimilación institucional del ideario etarra... sin excluir desde luego ninguna negociación o diálogo político en su debida sede parlamentaria, ni tampoco la propuesta de soluciones generosas para los etarras que renuncien a la violencia armada. No se trata de ninguna vocación de intransigencia o re

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vanchismo irracional, ni mucho menos un gusto morboso por sentirnos héroes, gloria que en lo que me atañe cedo sin remilgos a cualquier imbécil que se empeñe en atribuírmela. Lo único que se pretende es seguir afrontando políticamente desde la democracia un conflicto político que la pone en peligro.

¿Tenemos entonces conflicto para rato, como reitera la brigada de buenas intenciones -Margarita Robles, Iñaki Gabilondo, Máximo, etcétera...- cuyas quejas sólo logran dejar en claro la pureza de sus almas pero dan pocas pistas sobre la naturaleza del diálogo o negociación que debería sacarnos del atolladero? Puede que sí, lo ignoro, aunque cabe recordar que fue la urgencia de hacer «algo», lo que fuera para «acabar de una vez», el razonamiento que a algunos les llevó a bendecir el GAL. Lo del GAL fue primero un crimen y además una equivocación: espero que las prisas no hagan ahora tropezar en una equivocación que pueda desembocar luego en crimen. Y no olvidemos tampoco que el muro de Berlín cayó un día para la sorpresa de casi todos los que lo daban por poco menos que eterno. Probablemente hoy también ciertas cosas se mueven detrás del muro etarra, sobre todo en las cárceles, y sus cimientos pueden no ser tan sólidos como parecen... con tal de que no les ayudemos a reforzarlos con ofertas florales o guiños de reconocimiento encubierto.

Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.

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