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Los catalanes y la razón de EstadoJOSEP RAMONEDA

Josep Ramoneda

Empieza hoy en el Tribunal Supremo el juicio por el caso Segundo Marey. Es el primer episodio de una larga cadena procesal en la que deberán dilucidarse, entre otras cosas, las responsabilidades judiciales de algunos altos cargos socialistas en las operaciones de guerra sucia contra ETA, realizadas bajo las siglas GAL. Es habitual que ante cualquier acontecimiento de relevancia la reacción de la opinión pública catalana difiera sustancialmente de la opinión del resto de España. Algo parecido ocurre con la vasca, casi siempre en la misma dirección que la catalana. El caso GAL abunda en este hecho diferencial. Pero esta vez vascos y catalanes adoptan posiciones radicalmente opuestas. Los catalanes son especialmente sensibles a la razón de Estado. Una reciente encuesta del Instituto Opina para La Vanguardia señala que el 38,5% de los catalanes aprueban la guerra sucia contra ETA, más de siete puntos por encima de la media española. Los vascos se sitúan más de treinta puntos por debajo de los catalanes: sólo el 7% aprueba la guerra sucia, a pesar de tener la violencia en casa. Los resultados de las elecciones legislativas de 1996, las que perdió el PSOE, abundan en la capacidad de comprensión de la sociedad catalana. Cataluña fue la única comunidad autónoma en que el voto socialista subió. Es decir, en Cataluña no se hicieron pagar responsabilidades políticas a los socialistas por los GAL y la corrupción. Algunos interpretarán estos datos como una prueba de madurez política de la sociedad catalana. En tiempos en que es de curso legal una ética de la responsabilidad que asegura que la mayoría de edad de un hombre se demuestra cuando es capaz de despedir al primer trabajador, no es extraño que el secuestro y el asesinato puedan ser vistos como una forma de cordura. La distinción entre ética de la responsabilidad y ética de la convicción ha hecho estragos. Hay un atasco de gente sensata en este país. Y a la gente sensata nada le otorga mayor placer que la razón de Estado, que permite justificar en nombre de la sensatez cualquier atrocidad, en interés del Estado, por supuesto. En este barullo de cordura, resulta que un parte importante de los ciudadanos de Cataluña tiene la sensibilidad suficientemente blindada como para poder ver imágenes propias de dictaduras asociadas a la actuación del Gobierno democrático de España sin sufrir sobresalto alguno. Tanto es así que los que se podían sentir más heridos en su propia dignidad, los que habían comprometido su voto con el Gobierno socialista, no dudaron, en su mayoría, en seguirle votando y tuvieron la recompensa de la llegada de nuevos compañeros de viaje. El fundado miedo histórico a la derecha pudo más que los GAL y la corrupción. ¿Cómo explicar este comportamiento diferencial de la ciudadanía catalana? Naturalmente, algo habrá tenido que ver con ello la actitud de los partidos políticos. Cuando en Madrid estalló repentinamente el caso GAL, después de haber permanecido en la nevera durante las mayorías absolutas socialistas, y el PP lo convirtió en pieza angular de su operación de desgaste del Gobierno, los dos principales partidos políticos catalanes actuaron de convidados de piedra. Convergència i Unió mantuvo hasta lo imposible su apoyo al Gobierno socialista y extendió al tema de los GAL su proverbial discreción en materia antiterrorista, mientras que los socialistas se sumaron al cierre de filas en torno a la teoría de la conspiración decretado por sus hermanos del PSOE. La crispación vivía a 600 kilómetros. Eran los años del oasis catalán. Pujol y Roca han reconocido que en materia antiterrorista prefirieron apoyar sin saber, que nunca quisieron recibir explicaciones de Barrionuevo o Corcuera. Si entonces miraron a otra parte, ahora no les queda otra opción coherente que la discreción. Silencio. Y sin embargo, pese a estos condicionantes ambientales, pese a que en Cataluña nunca hubo siquiera un rasguño dialéctico en la clase política por el caso GAL, sorprende que la opinión pública sea más condescendiente con la guerra sucia aquí, donde habita una sensibilidad nacionalista que se podría suponer más dispuesta a la comprensión con las víctimas de los GAL, que en el resto de España, donde aparentemente deberían ser más fáciles de estimular las bajas pasiones contra los enemigos de la patria. Puede que las motivaciones por las que en el resto de España el rechazo a los GAL es aparentemente mayor sean tan espurias como las razones de la tendencia catalana a no pedir nunca cuentas. Pero, sean cuales sean los motivos de los otros, la condescendencia catalana no es un motivo para la autocomplacencia. ¿Cómo explicar este desfase de la sociedad catalana, este nada glorioso hecho diferencial? Se me ocurren, por lo menos, dos factores, propios de nuestra psicología colectiva: la envidia del Estado y el cultivo del eufemismo como expresión sublime del seny. Efectivamente, la relación de la sociedad catalana con la idea del Estado que no tiene genera sus peculiares formas neuróticas. Una de ellas es la fantasía de la razón de Estado. Qué más quisiéramos los catalanes que poder razonar en términos de razón de Estado, porque significaría que ya lo teníamos. Pero dado que nuestra condición no se ha labrado en el tenerlo, sino en la imposibilidad de tenerlo, la razón de Estado ha perdido su condición objetiva, entre lo pragmático y lo siniestro, para convertirse en un mito: la fantasía de participar, a través de ella, en el Estado que no se posee. Puesto que tenemos razón de Estado somos alguien, nos hemos hecho mayores, podemos sentirnos instalados en la ética de la responsabilidad que tanto gratifica a los viejos mandarines y a los nuevos ricos del poder. En la vida pública catalana reina el eufemismo, porque el equilibrio está siempre montado sobre medias verdades que definen grandes consensos. Todos quieren demostrar sensibilidad social porque aquí la derecha es más vergonzante todavía que en Madrid. Unos quieren aparecer como suficientemente nacionalistas para que no les puedan decir que no lo son; otros, como nacionalistas suficientemente moderados para atrapar el máximo espacio posible. En una escena pública con tanta gente instalada sobre dos, tres o cuatro sillas, cuando alguien habla dando sentido concreto a las palabras tiene el tortazo asegurado porque todos se movilizan para quitarle el asiento. Instalados en el eufemismo, dar nombre a las cosas es casi una falta de educación. Cuando alguien señala unos cadáveres en la lejanía, es mejor mirar a otra parte, aunque sólo sea por recato. Y entonces, efectivamente, con lo que no se ha querido ver lo mejor es no hacer ruido. Y así estamos. En este perverso sistema democrático de retroalimentación por encuestas, el equilibrio es cerrado. Los políticos constatan que los catalanes son comprensivos con los GAL, con lo cual refuerzan su comprensión. Hasta el abotargamiento. En alguna ocasión, he sentido que se me afeaba mi actitud por reclamar a un dirigente socialista catalán sensibilidad por el caso GAL. A los ciudadanos éste tema no les interesa en absoluto, fue su respuesta. Efectivamente, nuestros políticos pueden ver su indiferencia corroborada por la comprensión de la sociedad catalana. Pero no por ello deja de ser inquietante este entumecimiento colectivo. Espero que alguno de estos profesionales del pensamiento correcto que llevan siempre en el bolsillo la respuesta que pone fin a cualquier duda, me ilumine sobre tanta condescendencia instalada en la opinión pública catalana.

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