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El gigante dormido

Marcos Peña

Desde antes de las navidades se vienen sucediendo, con mayor menor intensidad, los actos de protesta (¿de identificación?) de os parados franceses. Y quizá por primera vez en Europa son los parados alimento de primera página de los rotativos europeos y noticia de apertura en todos los telediarios sea cual sea su pelaje. ¿Qué está pasando? ¿Será que los problemas del desempleo se han situado en el epicentro de la acción política y social de Europa? ¿O se trata de una atractiva crónica de sucesos?Lo que ha pasado se puede resumir en dos líneas: varios parados agrupados en distintas asociaciones -Partage, CDSL, AC, MNCP y APELIS- deciden ocupar las UNEDIC -oficinas francesas de Inem gestionadas por los agentes sociales- y exigen una serie de reivindicaciones: concesión de una paga de fin de año, incremento de la prestación mínima de desempleo, etcétera.

Pero lo verdaderamente importante es que el sujeto social invisible formado por millones de personas sin empleo se ha corporizado. El gigante dormido se despierta, y sus primeros bostezos causan estupor y pánico a la bienpensante y ahíta sociedad occidental. Lo que de verdad ha pasado lo sintetizaba con rara precisión uno de los insumisos:

"Sentado allí con mis compañeros, ocupando la UNEDIC, me he uelto a sentir ciudadano".

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Eso: "Me he vuelto a sentir ciudadano". Y esto, sin duda, es lo más importante. Esto es de lo que no hemos hablado en las innumerables e interminables cumbres, seminarios, jornadas y conferencias sobre el empleo.

El empleo, y la política de empleo, ha sido y sigue siendo rehén de la política económica. Una variable económica más.

Con brocha gorda podríamos describir la evolución de la política de empleo de la siguiente manera: al principio, el empleo importaba poco, por no decir nada, se le consideraba pura y simplemente un efecto inducido del crecimiento, lo importante era crecer, y una vez que lo consiguiéramos, el empleo vendría dado por añadidura. Poco a poco se vio que las cosas en realidad no funcionaban así, y se comprobó que era compatible el crecimiento con el estancamiento e incluso la destrucción de empleo, por ello se alumbró. la siguiente teoría: urge aplicar. políticas que traduzcan el crecimiento en empleo. Y esas políticas que aportaban valor añadido al crecimiento fueron llamadas políticas de empleo: de formación, de intermediación, de protección de colectivos más desfavorecidos, de flexibilidad, etcétera. No sé, pero tengo la impresión de que, aunque estas políticas de empleo acompañen a un crecimiento sostenido -como ahora acostumbramos a decir-, el problema de los 19 millones de parados europeos va a seguir siendo una impertinente y recalcitrante realidad. ¿Entonces?

Pues entonces habrá que alumbrar una nueva aproximación al problema del desempleo, que consistirá -y perdón por la herejía- en considerar las actuales bolsas de desempleo casi como variables independientes del crecimiento económico para, a partir de ahí, defender la separación de la política de empleo de las políticas de desarrollo. Una política distinta, autónoma, con identidad propia.

Y puestas así las cosas, y caminando un poco más en esta dirección, podríamos afirmar algo que a cualquiera puede resultar obvio -"la dramática persecución de lo obvio"-: que son o deben ser los desempleaos el verdadero objetivo de la política de empleo. En ellos -quizá sólo en ellos- está la solución.

Vamos a ver si desvinculamos la política de empleo de la política económica -lo cual no es ninguna majadería, pues hace tiempo que nos alcanzó la conocida paradoja que caracteriza nuestras sociedades: "La convivencia de cantidades crecientes de riqueza con cantidades decrecientes de trabajo"-, comprenderemos con mayor facilidad la esencia del problema: el trabajo es entre nosotros el instrumento, en realidad el único, de corporización social, de socialización; con trabajo somos sociedad y participamos del proyecto social, sin trabajo estamos al margen de la sociedad y del proyecto social; se nos expropia violentamente -como tan bien precisaba el parado francés- del derecho de ciudadanía. Pues bien, el objetivo esencial de la política de empleo es la restitución de este derecho, y eso nada tiene que ver ni con el déficit, ni con la inflación, ni con el. coste del despido ni con el sursum corda.

Por ahí pienso yo que sería saludable caminar, procurando un cambio radical en la política. Hasta la fecha, el objetivo ha sido el empresario; el argumento era simple y en principio inatacable: "Si a usted le facilitamos la contratación, seguro que contrata más". Puede ser, pero no es seguro, el empresario contrata a quien necesita, y no lo contrata para hacer obras benéficas, sino para ganar dinero. Y está bien que sea asi. Pues bien, el objetivo, ahora, como decíamos, deben ser los parados, y a la política, más que crear empleo -oficio éste en el que no es muy experta-, le debe corresponder gestionar el malestar de estos millones de parados y conseguir que de nuevo -o por primera vez- formen parte del proyecto social. Bien con trabajo, bien con tipos distintos de trabajos que nuestras sociedades se resisten a valorar, bien a través de cualquier mecanismo que seamos capaces de ingeniar.

Y hacerlo con pudor y sin falsos y piadosos dramatismos. Pero, sobre todo, modesta y prudentemente, porque seguimos sabiendo poco del problema -y menos de cómo solucionarlo- y porque los parados, afortunadamente, no son tontos, y como sigamos con milongas de esas "del año del empleo", temo que el gigante dormido se acabe convirtiendo en el gigante airado.

Marcos Peña es inspector de Trabajo.

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