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Reportaje:

Perdón para espías arrepentidos

Moscú revela los resultados de una 'línea caliente' que garantiza inmunidad a los delatores

Aunque Smiley esté retirado y Karla (Markus Wolf) haya sido condenado tras la unificación alemana, el mundo de espías de John Le Carré está muy lejos de haberse desvanecido con la caída del comunismo y el final de la guerra fría. Al menos en Rusia. La semana pasada, con el respaldo del Servicio Federal de Seguridad (FSB), heredero del siniestro Comité de Seguridad del Estado (KGB), el diario moscovita Segodnia publicó la confesión de Sasha (nombre supuesto), un investigador de un centro militar que, entre 1992 y 1996, pasó valiosa y no especificada información a los británicos.Sasha (apelativo familiar de Alexandr) es, presuntamente, uno de los numerosos espías rusos que trabajan para servicios de espionaje extranjeros y que han aprovechado la línea caliente abierta el pasado junio por el FSB para alentar las confesiones a cambio de la garantía de inmunidad total. El coronel Mijaíl Kirilin, portavoz de esta organización, ha declarado que se han producido más de 900 llamadas al número 224 35 00, anunciado a bombo y platillo a través de la televisión por el jefe del FSB, Nikolái Kovaliov. Cuarenta y seis de ellas resultaron ser "de especial interés", y procedían de espías que deseaban negociar el precio de su arrepentimiento.

Naturalmente, no puede comprobarse lo que hay de cierto y de falso, en el anuncio de unos resultados espectaculares que, al menos, estará haciendo dudar sobre la fiabilidad de sus agentes a la CIA norteamericana, el MI-6 británico y otros servicios extranjeros. Algunos especialistas como Konstantín Preobrazhenski, que fue coronel del KGB hasta 1991, cuando todavía existía la URSS, consideran que "es más peligroso utilizar la línea caliente que colaborar con una agencia extranjera".

Pero ser espía ya no implica, como en tiempos de la URSS, un ejecución mediante un tiro en la nuca, que incluso podría considerarse misericordiosa de no estar precedida casi siempre de un dilatado y penoso interrogatorio en los sótanos de la Lubianka, la sede del KGB. Desde el año pasado, esa traición al Estado no lleva aparejada la pena de muerte, sino un máximo de 20 años de cárcel.

La obsesión por la caza al espía, casi enfermiza durante la guerra fría, no ha desaparecido en la nueva Rusia. El propio presidente, Borís Yeltsin, elogió el jueves, tras una entrevista con Kovaliov, la labor del FSB en este campo. En la reunión, el líder del Kremlin fue informado de que en 1997 fueron interceptados 29 agentes. Seguro que entre ellos se contabiliza a los dos capitanes de la Marina detenidos, uno en San Petersburgo y otro en Vladivostok, y que para muchos no son sino ecologistas a los que se quiere machacar porque denuncian la catastrófica y peligrosa situación de la flota de submarinos nucleares.

No menos confuso resultó el caso de un ingeniero norteamericano, Richard Bliss, detenido por espiar supuestamente con un sofisticado equipo de comunicaciones introducido ilegalmente en el país, pero al que luego se dejó partir hacia Estados Unidos en un permiso navideño que todo indica que será definitivo. No se puede descartar que la guerra contra la "agresiva campaña de espionaje occidental," sea ante todo una maniobra de distracción de una realidad interna penosa, con el crimen organizado y la corrupción campando por sus respetos y contaminando a todas las esferas del poder. En situaciones así, el recurso al enemigo exterior suele rendir buenos dividendos.

Sea como sea, el relato de Sasha resulta apasionante. Tiene muchos de los ingredientes de las clásicas novelas de espías, desde la conversación mediante intercambio de notas en la Embajada británica en Moscú (por temor a los micrófonos) a los encuentros secretos en las repúblicas bálticas con los agentes James y Robert y un instrumental que habría admirado a James Bond y que incluía una funda de gafas diseñada para ocultar dinero y documentos, una cámara minúscula y plumas y libros invisibles. Por algo, según el arrepentido, sus interlocutores presumían de que en tráfico de secretos estaban por delante de los primos de la CIA.

Sasha afirma que un día le llamaron con otro nombre, lo que le hizo sospechar que tenían tantos agentes que incluso se hacían un lío al identificarlos. Finalmente, en 1996, tras más de cuatro años de servicios, los británicos dieron una diplomática patada a Sasha, incluso dejándole a deber parte de sus honorarios.

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