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Tribuna:50º ANIVERSARIO DE LA MUERTE DEL LÍDER INDIO
Tribuna
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La forja de una nación

Eva Borreguero

La muerte de Gandhi fue seguida de un eclipse gradual de sus postulados. Gandhi había sido un líder excepcional para un periodo muy crítico y concreto, la lucha por la independencia de la India; pero, una vez alcanzado este objetivo, los políticos del Partido del Congreso no quisieron saber nada de muchas de sus propuestas, cuyo contenido moral no se avenía con su pragmatismo. En este sentido, su desaparición vino a resolver una difícil situación. Stephen Hay ha enumerado las zonas de encuentro y desencuentro entre Neliru y Gandhi: "La religión no significaba nada para Nehru, mientras que tenía toda la importancia para su guru. Gandhi contemplaba la no violencia y una vida sencilla como fines en sí mismos, mientras que Nehru los veía simplemente como herramientas para la lucha política. La India ideal de Gandhi era una familia descentralizada de pueblos autosuficientes; la de Nehru, un Estado centralizado y moderno con una economía industrial planificada, Pero, a pesar de sus diferencias intelectuales, Nehru encontró en Gandhi un amigo fiel y un lúcido consejero". Frente al british raj las diferencias eran secundarias, pero ahora se trataba de construir un nuevo Estado.Fue a través de sus continuos viajes por la India a su regreso de Suráfrica como Gandhi adquirió un conocimiento profundo de las necesidades y problemas del pueblo, y comprendió que su lucha debía tener dos frentes: la liberación frente a los británicos y la erradicación de las miserias propias de la India. Ambas luchas las emprendió simultáneamente, y, a la vez que apremiaba a los británicos para que concedieran la independencia, procuraba que su pueblo no sólo adquiriese conciencia de sí mismo como sujeto activo de su historia, sino que también eliminase aquellas lacras propias de la cultura hindú que eran más lacerantes: la intocabilidad, la explotación sufrida por la mujer y la falta de consenso entre las distintas religiones. Gandhi insistió también en la necesidad de que la economía del subcontinente se basara en la autosuficiencia y en eI desarrollo de las zonas rurales. Pero lo que convierte a Gandhi en una figura excepcional es la coherencia con la que lleva a la práctica su principio básico de la acción política, la no violencia (ahimsa) como medio de transformación de la sociedad y como arma de presión para lograr objetivos políticos. Este pacifismo no sólo tenía por fundamento su enorme valor moral, sino porque, una vez asumida, ahimsa se convirtió en una práctica capaz de ser seguida por grandes masas de personas.

Gandhi predicaba con el ejemplo, su pensamiento era la acción, tanto en su vida personal -aunque no precisamente en la familiar- como en sus, métodos innovadores de raíz hindú: la citada no violencia, satyagraha o disposición a asumir cualquier sufrimiento con tal de afirmar la verdad, hartal o cese de actividad. Su finalidad era movilizar a las masas en una protesta pacífica, de suerte que al final el causante del dolor sería vencido por la evidencia de su error. Aunque esta política probablemente no hubiera tenido éxito si en vez de con los británicos, a pesar de su brutalidad ocasional, hubiera tropezado con una dominación totalitaria.

Su muerte a los pocos meses de alcanzar la independencia le evitó a Gandhi ser testigo de las decisiones tomadas por el Congreso bajo el liderazgo de su discípulo favorito, Jawaharlal Nehru, trazando una línea política seguida luego por su hija, Indira Gandhi. La planificación económica se dirigió hacia el desarrollo de la industria pesada, el poder político se concentró en las manos de los sucesivos primeros ministros del Congreso de un modo casi absoluto, el campo quedó subordinado a la ciudad, y la insuficiente revolución verde hizo de éste una cantera de inmigrantes que llegan cada día a las ya saturadas urbes.

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Uno de los problemas que más sufrimiento le causó a Gandhi, y que sintió como fracaso, fue el enfrentamiento entre musulmanes e hindúes desde los prolegómenos de la independencia, y que no sólo se mantuvo con la partición, sino que hizo de ésta una fuente de rencor entre ambas comunidades. Gandhi veía en el comunalismo, en el odio entre musulmanes e hindúes, un monstruo de mil caras que acabaría destruyéndolo todo. Tras el asesinato de Gandhi a manos de un integrista hindú, el nacionalismo radical, profundamente desprestigiado por el crimen, se retiró a un letargo del que ha despertado en las dos últimas décadas con la rentabilización del odio intercomunal por su joven formación política, el Bharatiya Janata Party (BJP), que previsiblemente será el más votado en las elecciones del mes próximo.

En la concepción de la India, el BJP es la antítesis de Gandhi, si bien, como él, hunde sus raíces en la tradición hindú. Ambos enarbolan el estandarte del Rama raj, el reino de Rama o gobierno perfecto según el dharma. El BJP se presenta también como fuerza unificadora, encargada de recomponer la unidad moral y política y hacer de la India una potencia ejemplar. El cambio deseado vendría de una energía latente capaz de galvanizar a todos sus ciudadanos: la conciencia de pertenecer a una religión única, el hinduismo, asentada en una vinculación sagrada con la tierra india. Desde sus orígenes, los integristas hindúes manipularon los símbolos religiosos con el fin de crear la imagen de una India unida por su civilización, obviaron todas las diferencias internas y emplearon los instrumentos comunes a otros nacionalismos identitarios tales como la simplificación y la exclusión. Ellos eran los únicos representantes de la verdadera India, y no dudaron en incluir dentro del marco hindú a religiones derivadas como el jainismo, el sijismo y el budismo. Frente a esa India auténtica se alza el enemigo histórico, el musulmán. Más de cien millones en la India, los musulmanes, culpables de la partición, descendientes de los invasores -los "hijos de Babur", por el emperador mogol-, que durante siglos arrasaron y profanaron los templos del hinduismo. Si de esto último hubo muestras, y ahí está la mezquita de "la fuerza del Islam", construida con elementos de templos hindúes al lado del gran minarete de Qutb al Minar, en Delhi, muchos otros sobrevivieron. Y, sobre todo, es del todo falsa la imagen de los musulmanes como hijos de los invasores, puesto que la mayoría de la población islámica india se formó por conversión de los estratos sociales más desfavorecidos.

En el polo opuesto de la armonía comunal preconizada por Gandhi, el BJP impulsó en los últimos 10 años una campaña de destrucción de mezquitas que culminó en diciembre de 1992 con el asalto y demolición de la de Ayudhia por decenas de miles de fanáticos. Sólo ahora, bajo el liderazgo de A. D. Vajpayee, el partido ha moderado su lenguaje.

Ante un eventual regreso de la tensión comunalista, y a pesar de lo etéreo de su presencia, las ideas de Gandhi pueden ser más necesarias que nunca. Eso no significa que muchas de sus propuestas concretas sean válidas hoy. El ensayista V. S. Naipaul, en India, una civilización herida, plantea una visión crítica, concluyendo que "Gandhi arrastró tras de sí a la India, y la dejó sin una ideología, despertó a la tierra sagrada, pero su grandeza de alma la devolvió al arcaísmo". Sin embargo, no cabe duda de que el idealismo gandhiano presenta un balance histórico de logros sin duda muy superior al ofrecido por el realismo político que le sucedió. En la difícil coyuntura actual, con el Partido del Congreso desvencijado, la India necesita líderes comprometidos, coherentes con sus propuestas, como lo fuera Gandhi. La corrupción generalizada ha producido el desencanto de los votantes del viejo partido nacional, en tanto que el escepticismo y el sentimiento de frustración sirven de campos de abono para los movimientos acaudillados por líderes carismáticos dentro de una tendencia general a la fragmentación del espacio indio.

Además, el legado de Gandhi trasciende las fronteras indias y su periodo histórico. Es universal. En un siglo en que los totalitarismos provocaban movilizaciones de masas orientadas hacia la tiranía, Gandhi puso en marcha a muchos millones de personas para luchar desde la no violencia contra la opresión y la injusticia que ejercía un poder minoritario. Esa lucha gira en torno al concepto aludido de satyagraha, "la fuerza de la verdad", la insistencia en defenderla hasta el autosacrificio, que él supo predicar y poner en práctica hasta el momento mismo de su muerte.

Eva Borreguero es socióloga, experta en historia del nacionalismo indio.

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Sobre la firma

Eva Borreguero
Es profesora de Ciencia Política en la UCM, especializada en Asia Meridional. Ha sido Fulbright Scholar en la Universidad de Georgetown y Directora de Programas Educativos en Casa Asia (2007-2011). Autora de 'Hindú. Nacionalismo religioso y política en la India contemporánea'. Colabora y escribe artículos de opinión en EL PAÍS.

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