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Desconfianza en la política

Nadie ha disfrutado, desde el fin de la dictadura, de un periodo de tiempo tan largo con un crecimiento económico tan sostenido y acompañado de tanto pacto social como el que ha tenido y tiene ocasión de presidir el actual Gobierno del PP. En la transición, todo, excepto la política, fue mal para los gobiernos de UCD: inflación y estancamiento en la economía, conflictos en las sociedad, más de cinco millones de trabajadores en huelga en el año 1979; luego, con los gobierno socialistas, cuando se produjo a partir de 1986 una rápida recuperación económica con masiva creación de empleo, los sindicatos respondieron con la convocatoria de huelgas generales. Ahora, y por primera vez desde el comienzo de la transición, un gobierno puede alardear de bonanza económica y de calma chicha en el frente sindical: el PIB sube y de huelgas no queda ni el rastro.Y sin embargo, nada menos que dos de cada tres españoles, si se cree el último sondeo del CIS, manifiestan poca o ninguna confianza en el Gobierno de Aznar, lo que significa que ni siquiera todos los presuntos votantes que echan los cocineros del CIS en la caldera del Gobierno dicen confiar en su presidente. Más significativo aún: los descontentos alcanzan cifras astronómicas: tres de cada cuatro juzgan regular o mala la situación económica, mientras de nuevo dos de cada tres no ven nada clara la situación política. Todo un éxito en la conquista de la confianza del público tras 20 meses con la oposición socialista curándose las viejas heridas y con los comunistas de excursión por los cerros de Ubeda.

¿Qué pasa entonces para que, después de tanta bonanza económica y social, el Gobierno no consiga devolver la confianza a la mayoría del público? Pues quizá que un sector de la ciudadanía bien dispuesto a conceder a una derecha moderada el mandato para llevar adelante la imprescindible tarea de restituir cierta dignidad a la acción política se siente hoy algo más que frustrado en sus expectativas. En lugar de serenar los ánimos después de su escaso triunfo, el torvo núcleo dirigente del PP se ha empleado a fondo para mantener un alto nivel de agresividad contra la oposición sin vacilar ni un momento en utilizar los procesos judiciales como arietes políticos. Suponía, tal vez, que una constante presión político-judicial impediría a los socialistas levantar cabeza y acabaría por convencer al numeroso electorado de centro izquierda de que su partido de referencia estaba formado por una pandilla de indeseables que sólo merecían la cárcel.

Esa estrategia de permanente agresión contra el adversario político, con los juicios de los GAL y Banesto todavía pendientes, ha provocado tal cantidad de ruido mediático y de furia entre poderes, que en lugar de dignificar la política la ha acabado por embarrar en una mezcolanza de intereses en los que se dan la mano o se enfrentan con los puñales al cinto ex banqueros, periodistas, antiguos jefes de policías, fiscales ensorbebecidos por sus guerras particulares y algún juez errático y sospechoso de prevaricación. No son muchos, pero tienen poder, el que les da su dinero, su capacidad de chantaje o la inamovible titularidad de una función de Estado; no son muchos, pero pueden dañar irreparablemente el prestigio de las instituciones.

El Gobierno, en lugar de haber jugado la carta de la pacificación, manteniendo las manos y la cabeza fuera de los procedimientos judiciales, se ha lanzado agriamente a las trifulcas y las ha alentado en su obcecado propósito de destruir o silenciar toda oposición. El sentimiento -de muchos ciudadanos es que el país no se merece el clima sórdido levantado por esas guerras insensatas. Y mientras la economía sigue viento en popa y la sociedad no experimenta ningún conflicto grave, la política anda literalmente por los suelos. Tal vez los políticos no puedan vivir si no es para resolver conflictos. Y como no los hay, los fabrican con tal de sentirse vivos y en forma.

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