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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Tragedia en Badajoz

UN TEMPORAL de lluvia y viento ha sumido de nuevo a España en la muerte y en el dolor. Las riadas e inundaciones de un miércoles trágico se han cobrado veintiún muertos y un desaparecido en la barriada Cerro de los Reyes de Badajoz y en la localidad pacense de Valverde de Leganés. Extremadura se enfrentó ayer a la mayor catástrofe natural de su historia reciente, abrumada por una climatología que empieza a resultar más mortífera de lo que puede admitirse en un país desarrollado en las postrimerías del siglo XX. España maldice las sequías, pero llora amargamente las lluvias, porque, cuando aparecen, suelen cobrarse un precio en vidas humanas que ya no es posible pagar sin preguntarse si la responsabilidad de tales muertes ha de atribuirse únicamente a la naturaleza impredecible y hostil.Temporal y lluvias torrenciales no son sinónimos de destrucción y muerte. Hay varias razones que explican la repetición periódica de las inundaciones mortales, más allá de la climatología adversa. Una de las más importantes, si no la principal, es la carencia de infraestructuras en muchos puntos de España, que deja a los ciudadanos a merced de las crecidas y desbordamientos de los ríos. En muchos pueblos y comarcas del sur y el sureste español faltan redes eficaces de alcantarillado, diques, presas, contrafuertes y refuerzos en los cauces fluviales que impidan o minimicen las inundaciones. La desidia y el abandonismo en la aplicación de estas inversiones tienen mucho que ver con la escandalosa desprotección que sufren zonas enteras de la Península. A pesar de la repetición exasperante de tragedias atmosféricas, las infraestructuras defensivas siguen brillando por su ausencia.

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Tampoco es ajena a este ciclo de muerte y destrucción la incapacidad de las autoridades locales para imponer las construcciones de viviendas en terrenos seguros. Es frecuente encontrar en España poblaciones edificadas en torrentes secos o en vaguadas donde afluyen de forma natural las precipitaciones acumuladas. También es frecuente la construcción clandestina de chabolas y barrios enteros en terrenos proclives al desprendimiento. Del mismo modo que tragedias como la del cámping Las Nieves en Biescas se debieron a la imprudente construcción en cauces naturales, los estragos mortales del miércoles trágico en Badajoz también deben atribuirse, según todos los indicios, a la edificación en torrenteras. El Gobierno central y los autonómicos deberían proponerse como tarea prioritaria el traslado de las 25.000 construcciones que, según los expertos, están instaladas en dominios hidráulicos o cauces secos, que son focos potenciales de tragedias de terribles dimensiones.

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Bien están la solidaridad interregional, las ayudas para la reconstrucción de lo devastado y el dolor compartido con las familias afectadas por la desaparición de sus familiares. Pero, además, los ciudadanos deben abandonar el atavismo de considerar las inundaciones como una maldición divina. Si no se pone fin a la permisividad política y la negligencia urbanística, muchos pueblos españoles están condenados a pagar año tras año un tributo de muerte y desolación.

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