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LUTO POR DIANA

La muerte se impacienta

Londres ha perdido temperatura sentimental por la lenta y dubitativa reacción oficial ante los funerales

ENVIADO ESPECIALEn las tiendas, en la televisión, en la calle, la tensión se ha ido enfriando provisionalmente al compás del largamente insepulto cuerpo de Diana. Estas autoridades británicas serán doctoras en las escrupulosas leyes del protocolo, pero parecen ignorantes en las más elementales reglas de la narración. Un cuento de hadas como el de la princesa es ante todo un cuento y no puede ser, de ningún modo, tan largo y tan lento.

Los diferentes encargados de administrar la liturgia funeraria tras el siniestro han dispuesto las cosas de tal modo que, en el centro de esta semana, entre el miércoles y hoy, se ha producido un estancamiento o un vacío cadencial capaz de amenazar el calor del drama. Con este estancamiento se ha perdido una importante masa del mejor dolor y se ha despilfarrado gran cantidad de la energía emocional que desprendió masivamente la tragedia. Los ciudadanos que se acercan a Saint James Palace siguen creciendo vegetativamente con sus flores, pero cada vez van más lentos (hasta 11 horas tardan en llegar), desmayados y gélidos (cientos de mantas se están repartiendo por las noches).

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Londres entero ha perdido en estas últimas 48 horas la temperatura sentimental de hace unos días, y no sólo por el paso natural del tiempo: sobre todo, por la irritante falta de tempo. El funeral y el entierro se han emplazado tan lejos de la muerte que, a pesar de los muchos esfuerzos de los diarios sensacionalistas, no parecen siempre acontecimientos de la misma historia. A una muerte tan veloz, se la mire como se la mire, ha seguido una reacción oficial lenta y dubitativa. Muy propicia para romper los nervios. Pero sobre todo el ritmo del relato y el de la conmovida población suspendida en una espera desconcertada.

El mismo cuerpo de Diana se ha ido transformando, con la demora, en una desorientada abstracción. En lugar de permitir que los fieles pudieran encamar su dolor sobre la materialidad de un féretro, los restos se hallan secuestrados y ocultos en una cripta apartada de la comprensión, es decir, no sólo privados de cualquier imagen en televisión o en directo, sino sustraídos a cualquier intento de la imaginación. Cuando los restos abandonen ese lugar en St. Jarnes saldrán a la luz probablemente incinerados y al ataúd será preciso cargarle unos lastres para que transmita, ante el gentío, la impresión de guardar el peso de una mujer. Sólo el peso: ni la talla ni la composición de una mujer, puesto que Lady Di, lo sospechan todos mientras pasean por las arboledas del Mall -entre Buckingham Palace y St. James- ha ido creciendo en abstracción desde que la frialdad real le puso la mano encima.

¿Ha sido éste el efecto de un plan para desvanecerla o es una consecuencia de una mala gestión? Las interpretaciones mejor intencionadas basan el abusivo retraso, de su entierro en el deseo de favorecer la asistencia a un mayor número de personajes importantes. No le hacen, sin embargo, a la princesa ningún favor de esta manera. Y ni siquiera así consiguen que Clinton cumpla con su promesa de estar presente en el adiós. En fin, un desastre: una perturbación en los ritmos del corazón popular, una ofensa a la impaciente majestad de la muerte, un maltrato a la protagonista.Cuando el sábado llegue el momento del funeral más de un millón y medio de personas ocuparán las avenidas, dicen los periódicos, para manifestar su llanto. Pero todos, la víspera o en las horas previas, tendrán que recomponer sus almas para el duelo y recobrar la humedad de las lágrimas que ha secado esta inaudita espera. A la fuerza, la prolongada preparación del sepelio, con huérfanos y desamparados, con enfermos y 500 ONGs presentes despedirá un aroma de artificio. Probablemente tan artificioso como merece la pseudosantidad de la princesa, pero encima tan mal dispuesto en su tempo que, para los menos devotos, esta señora podría darse por enterrada ya.

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