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Tribuna
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Catástrofes climáticas

Aunque tenemos alguna tradición en el más devastador de los embates de lo incontrolado, los terremotos, nuestra catástrofe por excelencia es la riada. La inundación de asentamientos humanos en nuestro ámbito ha matado desde la noche de los tiempos porque nada, ni siquiera hoy, permite prever con exactitud ubicación, intensidad y aceleración de las tormentas.Las crónicas nos recuerdan que a lo largo de los siglos pasados muchos millares de españoles, sobre todo en el Levante, se ahogaron en barro periódicamente. Pero si bien el azar preside esta macabra desolación caben respuestas más contundente que confiar en la fortuna. Las que debe consolidar el nuevo Ministerio de Medio Ambiente que asume todas las competencias sobre el agua. Y con ellas las del dominio público, es decir las riberas, tan ilegal como insensatamente privatizadas en casi todas partes.

Resulta imprescindible extremar la precaución a la hora de autorizar el asentamiento permanente donde el agua puede reclamar, aunque sólo sea por unos minutos, su dominio ancestral. De lo contrario seguiremos confiando en la suerte. Y nada hay más tacaño.

Me refiero a que tenemos, aunque poca y muy esporádica, capacidad de anticipación, a su vez base de la inteligencia. Si aceptamos que podemos sacar algunas consecuencias de lo acaecido a otros, en diferentes lugares y momentos, se nos debería situar más al margen de acontecimientos como el del cámping de las Nieves, en Biescas.

Creo inoportuno el uso del desastre para subrayar tesis propias. Tener razón con tanto luto es otra desgracia. Nada mejor, pues, que estar equivocado cuando se advierte de un posible descalabro al que nadie desea real, activo y mucho menos confirmando. En cualquier caso, una vez distanciado el impacto, hay que pelear sosegadamente por su erradicación. Nada tan torpe como olvidar que el desastre llama, no como el cartero, sino de forma casi cotidiana y por el cuerpo entero de Correos. No dice, ni dirá nunca, cuándo, pero sí y con pasmosa claridad, dónde. Si se evita estar en ese lugar de forma permanente la posibilidad de la desgracia colectiva queda atenuada. De ahí que resulte por completo exigible que dejemos de invadir todos los rincones con residencias permanentes.El turismo debe fijarse a sí mismo un límite, ya tan rebasodo que a menudo es capaz de esquilmar incluso la materia prima que ofreció inicialmente. Pero mientras esa_sensatez llega, la acumulación de experiencia, de medios de detección, de supuesta responsabilidad deberían estar minimizando la incidencia de los desastres espontáneos. Pero está sucediendo todo lo contrario. Aumenta, sobre todo a escala planetaria, el número de catástrofes naturales relacionadas con el clima y su incidencia en las vidas y los patrimonios. Los zarpazos como el sufrido en Huesca son cada vez más frecuentes en casi todas partes, así como sus contrarios: la sequías devastadoras y prolongadas que de momento han matado a muchísimas más personas. Hasta el punto de que las compañías de seguros ven flaquear demasiado seriamente su razón de negociar con riesgo! calculados. En cada una de las tres últimas décadas hemos sufrido el doble de grandes desastres naturales que en la anterior.

La incidencia económica negativa en cambio se multiplica por tres. En los últimos seis años las aseguradoras de todo el mundo abonaron 48.000 millones de dólares sólo por desgracias relacionadas con el clima, mientras que en toda la década anterior esas cuantías se quedaron en menos de la tercera parte: 14.000 millones. Si hubieran operado en Corea del Norte y China con toda seguridad habrían quebrado.

Todo indica que los aires andan bastante más revueltos y coléricos que en un cercano pasado. Y no por capricho, al clima lo está cambiando la actividad industrial, deforestadora y de despilfarro de energía por parte, de, nuestras sociedades.

Lo inteligente sería...

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