Riqueza y desigualdad
El crecimiento económico no es más que un instrumento para lograr el desarrollo humano, dijo ayer, en Tokio, el ex presidente del Gobierno Felipe González, en el simposio organizado por la ONU para la presentación del Informe Anual de 1996 del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). González apeló en su exposición, reproducida en esta página, a la sensibilidad de la opinión pública para eliminar las desigualdades en el mundo.
Vivimos un momento en el que la información económica parece ser la única que cuenta. Se trata de una simplificación que está adquiriendo carta de naturaleza, de manera que mucha gente ha llegado a considerar al crecimiento económico, que no es más que un instrumento para la mejora del bienestar, la finalidad última y la meta casi exclusiva que debe perseguir nuestra sociedad.Estoy persuadido de que la capacidad para impulsar el desarrollo humano, incluso en circunstancias económicamente adversas, está relacionada con el avance de la democracia en todo el planeta, y especialmente en aquellas áreas en las que durante los años ochenta se ha registrado, un progreso en las libertades políticas, en los derechos humanos y en la implantación de sistemas democráticos.
Pero los efectos más visibles de ese cambio en la forma de concebir el desarrollo se registran en la evidencia de que las dos únicas áreas que se han beneficiado de un proceso real de convergencia en los niveles relativos de desarrollo humano son las de Asia oriental y suroriental, precisamente aquellas en las que el modelo de desarrollo se ha apoyado en políticas que favorecen la redistribución de los activos materiales, del crédito y de los ingresos, y en un fuerte impulso a la igualdad de oportunidades a través de la educación.
Uno de los fenómenos más esperanzadores de la experiencia que recoge el informe del Desarrollo Humano de 1996 muestra que el modelo de economía abierta, cuando se practica en combinación con políticas razonables de redistribución de la renta y de elevación del nivel educativo general de la población, es el que produce mejores resultados. Tal evidencia pone de manifiesto que la globalización de la economía no tiene que ser vista necesariamente como una amenaza, sino como una oportunidad para todos, a condición de que se produzca en paralelo con el avance de los derechos humanos.
El caso de España viene a ratificar esa experiencia colectiva, ya que al término de uno de los periodos de apertura comercial y de liberalización económica más rápidos de cuantos se realizaron a lo largo de los años ochenta, nuestro índice de desarrollo humano era en 1993 el décimo del mundo, 21 puestos por delante del que nos habría correspondido por nuestra renta real per cápita.
Yo atribuyo el diferencial español entre nivel de desarrollo económico y nivel de desarrollo humano -que es el más elevado de entre todos los países desarrollados- a- la plena consecución durante los años ochenta de las tres grandes universalizaciones que constituyen la base de los sistemas de bienestar social en Europa: la de la educación, la de la asistencia sanitaria y la de las pensiones.
Por eso es preciso combatir los cantos de sirena de las políticas, según las cuales para favorecer el crecimiento económico el Estado debe evitar intervenir en el proceso de distribución de la renta, dejando actuar libremente al mercado en esta materia. Al mismo tiempo, estas mismas políticas están utilizando el pretexto de la mundialización económica para propugnar el repliegue del Estado de bienestar, argumentando que la competitividad de los países desarrollados resulta insostenible con los niveles de protección social alcanzados en el continente europeo.
El resultado más beneficioso para todos se producirá si los países más avanzados mantienen la protección social -corrigiendo los desequilibrios y los desajustes que pueden haberse producido- y se estimula la implantación progresiva de sistemas de protección social a medida que los países avanzan en su nivel de desarrollo.
La vinculación entre derechos fundamentales -entre los que se encuentra el respeto a los convenios básicos de la OIT- y libertad de comercio es condición necesaria para el mantenimiento a largo plazo del sistema de comercio internacional abierto, ya que en caso contrario la población de los países más desarrollados terminaría por rechazarlo. Y lo es también para que el avance en el crecimiento económico de los países se traduzca en mejoras efectivas del desarrollo humano de la población. Pero condición necesaria no significa condición suficiente. Los pobres resultados en términos de empleo registrados -en general- en los países industrializados, cuyas tasas de crecimiento económico recuperaron durante el pasado decenio niveles normales, indican que no cabe esperar una traslación directa y automática del ritmo de crecimiento económico al del empleo.
Algunos países, entre los que se encuentra España, han encontrado un paliativo a esta situación de crecimiento económico sin empleo apelando a reducciones en la edad de jubilación y al retraso de la edad de entrada en la vida activa, aumentando las tasas de escolarización. Sin embargo, esta estrategia adaptativa está agotando sus márgenes de actuación: por un lado, los sistemas de seguridad social no pueden seguir soportando el crecimiento del gasto que ello supone; por el otro, la elevación de las tasas de escolarización de los jóvenes no puede prolongarse hasta el infinito. No faltan quienes afirman que la grave ruptura de la relación entre crecimiento y empleo que estamos padeciendo es un fenómeno que -aunque duradero- será temporal, y que, a medida que la revolución tecnológica se vaya asimilando, la economía recuperará una intensidad de creación de empleo similar a la del pasado. Esta fase de cambio habría resultado especialmente dura -en términos de empleo- para los países, como España, que han experimentado durante este mismo periodo de cambio estructural un intenso proceso de modernización tecnológica como consecuencia de la rápida apertura económica, liberalización comercial e integración internacional.
Quienes así piensan aducen como prueba de todo esto la evidencia de que los países que han incorporado más rápidamente las nuevas tecnologías están experimentando ya el esperado efecto beneficioso sobre el empleo. Así pues, si éste fuera el escenario previsible, la mejor política de empleo consistiría en impulsar la renovación tecnológica. Los esfuerzos educativos realizados -además de contribuir al desarrollo humano estarían llamados en tales supuestos a producir también en breve plazo los mejores frutos económicos y de empleo.
Pero el escenario -aunque verosímil- puede no ser cierto o tardar demasiado tiempo en materializarse. Y cuando llevamos ya más de quince años en esta situación, tal prolongación resultaría inadmisible para la generación joven, que ha llevado sobre sí el mayor peso de este proceso de adaptación estructural. En tal situación, la apelación a fórmulas imaginativas de reparto del trabajo disponible me parece inevitable.
Ciertamente, las propuestas de reparto del empleo disponible en los países en que la jornada de trabajo es más reducida tienen que ser realistas y resultar compatibles con la competitividad de las empresas.
Finalmente, no puedo dejar de referirme al hecho más lacerante denunciado por el informe de este año, que es el de la profundización de la brecha entre países afortunados y países que viven en la miseria, a los que el informe llama "países menos adaptados". El informe de 1996 proporciona, además, un nuevo índice para medir el grado de pobreza que afecta precisamente a aquellas capacidades sin las cuales las personas no pueden desarrollarse por sí mismas (el índice de pobreza de capacidad)..
Pues bien, según este nuevo índice -materializado en dos indicadores tan claros como el peso insuficiente en los niños y la tasa de analfabetismo femenino- la pobreza de capacidad es mucho más grave que la de ingresos, ya que afecta actualmente al 37% de los habitantes de los países en desarrollo. Se trata de un fenómeno que resulta absolutamente inadmisible y que debe ser objeto de un plan internacional para combatirlo.
Los avances en la política de cooperación para el desarrollo no son divisibles, y todas las acciones dirigidas a impulsarlo tendrán efectos favorables sobre la mejora del índice de pobreza de capacidad. Por eso es necesario reforzar esta política de cooperación en todos los ámbitos, y especialmente en la solución del problema de la deuda, que ha venido pesando como una losa sobre los esfuerzos de muchos países para impulsar su desarrollo.
Tampoco en este terreno cabe fiarlo todo al nexo automático entre crecimiento económico y desarrollo humano, ni hay tiempo para esperar a que los efectos del primero se dejen sentir sobre el segundo. Por eso es urgente realizar esfuerzos paralelos en los dos frentes y concentrar la cooperación que se realice en el frente del desarrollo humano sobre aquellas políticas y tipos de gasto que inciden directamente sobre la lucha contra la pobreza de capacidad: la alfabetización de la población, la alimentación infantil y la asistencia sanitaria.
La cumbre de Copenhague acordó impulsar el pacto del 20:20, por el que los países en desarrollo deberían comprometerse a destinar al menos una quinta parte del gasto público a los servicios sociales básicos, para beneficiarse de una reorientación de los presupuestos de ayuda al desarrollo de los países inclustrializados, que se destinarían también, en una quinta parte al menos, a esas mismas actividades.
En el diseño y en la ejecución de este tipo de actividades -que permitirían, con el tiempo, adoptar verdaderos planes nacionales de erradicación de la pobreza de capacidad- tiene un papel privilegiado a cumplir las organizaciones no gubernamentales, que han demostrado ser el vehículo más efectivo para volcar de una manera directa el esfuerzo humanitario de la población de los países industrializados sobre la de los países menos adaptados.
El informe que hoy presentamos merece el mayor esfuerzo de difusión, de modo que la opinión pública mundial adquiera conciencia de la gravedad del problema, ya que una elevación de la sensibilidad colectiva en esta materia es imprescindible para que se produzcan avances políticos sustanciales y rápidos.
Finalmente, estos avances re quieren también un compromiso de los responsables políticos de todos los países, ya que las democracias sólo se enfrentan a estos problemas cuando el liderazgo político se asienta en un firme compromiso ético.
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