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¿Qué va a pasar en Rusia?

Nada nuevo, esencialmente. Y ése es precisamente el problema. Me explico. En los mentideros del Moscú político no hay duda: YeItsin seguirá siendo presidente de Rusia. Algunos (bien informados) añaden, con una sonrisa, "de una u otra forma". Personalmente, no creo que le hagan falta a Yeltsin triquiñuelas extralegales para ganar las elecciones, y aún menos que necesite un golpe de fuerza de un ejército cuya cúpula está ligada al presidente por intereses personales. En las últimas semanas la máquina electoral de Yeltsin ha funcionado con extraordinaria eficacia, utilizando toda la ventaja del poder, en particular en los medios de comunicación. De hecho, las elecciones presidenciales de 1996, las primeras de la Rusia poscomunista, se han caracterizado por el uso, sobre todo por parte de Yeltsin, de la nueva tecnología política, con cartas personalizadas a millones de hogares, promesas específicas para sectores y regiones estratégicamente importantes y, sobre todo, mensajes televisivos, directos e indirectos, de excelente técnica, muy distintos de la propaganda tradicional. Los yeltsinitas han contado con el asesoramiento de firmas especializadas en marketing político, en particular la empresa Niccola M (M de Maquiavelo). Junto a las nuevas tecnologías, viejos y eficaces métodos: control absoluto de la televisión pública (el fantasma de la larga entrevista de Zhirinovski inexplicablemente difundida el día antes de las elecciones de 1993 ha estado presente en la mente de los asesores presidenciales) y generosidad extrema del presidente en los últimos meses, pagando salarios atrasados a millones de trabajadores y compensando los ahorros perdidos, aumentando pensiones, firmando acuerdos económicos con las provincias, sellando pactos con los municipios, en particular con Moscú. Al acabarse los fondos disponibles el presidente ordenó al Banco Central, a primeros de junio, una transferencia de 1.000 millones de dólares al presupuesto federal, poniendo así en peligro el control monetario tan difícilmente conseguido. Todo ello, más el miedo al desorden y la (por ahora) exitosa iniciativa de paz en Chechenia, parecen asegurar el triunfo de Yeltsin en la segunda vuelta, durante los sanfermines.Pero visto desde Novosibirsk (desde donde escribo estas líneas el 8 de junio) las cosas se complican. Porque el triunfo de Yeltsin y la previsible continuación de. las políticas neoliberales de su equipo mantendrán vigentes los factores de la crisis social en Rusia, la misma crisis que ha empujado a una buena parte de la población a buscar una alternativa política, a la desesperada, en Ziugánov, un apparátchik de medio pelo convertido al nacional-comunismo en 1991. Las condiciones de vida de la mayoría de la población, sobre todo aquí, en la provincia, lejos del nuevo Moscú cosmopolita, son simplemente desesperadas, reflejo de una economía cuya base productiva está en plena descomposición. La producción industrial ha vuelto a caer en un 7% en el primer trimestre de 1996 y sólo un artificial, repunte de la construcción mantiene el producto bruto estabilizado a bajo nivel. Las empresas del complejo militar industrial, base de la economía soviética, han fracasado en su reconversión. Selenograd, el Silicon Valley ruso, cerca de Moscú, es una ruina industrial. La empresa Amgstrem, orgullo de la microelectrónica soviética, que yo estudié en 1992, apenas sobrevive produciendo champú por cuenta de una empresa china. De las 40 grandes empresas microelectrónicas que existían en Rusia, sólo quedan tres, como subcontratistas del Pacífico asiático. En Novosibirsk y en la cuenca minera de Kuzbats no se pagan salarios desde hace meses. En parte porque pocos compran y aún menos pagan, y en parte porque los fondos, que llegan, casi siempre del Gobierno, van a parar a las cuentas personales de los directivos. Los servicios sociales se deterioran a pasos agigantados, y las estadísticas de salud, cuya evolución es generalmente muy lenta, ya reflejan el impacto de la pobreza: la esperanza de vida de los hombres en Rusia ha caído al nivel de. 57 años (18 menos que en España), y la mortalidad infantil, alta en tiempos soviéticos, sigue aumentando. Mientras, la economía criminal sigue desarrollándose, marcando de forma dramática el nuevo capitalismo ruso: el diario Kommersant Daily publica una rúbrica regular de asesinatos de hombres de negocios. La Rusia de 1996 es un ejemplo paradigmático de lo que le sucede a un país cuando aplica estrictamente las políticas del Fondo Monetario Internacional sin tener en cuenta el contexto social.

La reacción de una población educada y politizada ante el masivo deterioro social motivado por la transición incontrolada a un capitalismo salvaje se expresó en el voto de protesta por los comunistas en las elecciones parlamentarias de diciembre. El núcleo central de ése voto lo constituyen las personas de más de cincuenta años, la gran mayoría de ellas sin perspectivas de reconstruir su vida en el nuevo sistema. Pero ese voto no basta. Por ello Ziugánov, un táctico hábil, juega dos bazas: por un lado, el nacionalismo y la nostalgia del gran poder soviético; por otro lado, la moderación y el pragmatismo en el tratamiento de las reformas económicas, prometiendo una adaptación a la economía de mercado. Es una promesa sincera. Ziugánov pretende convertir gradualmente al Partido Comunista Ruso en una socialdemocracia al estilo de los partidos ex comunistas en la Europa del Este. Por ello, una derrota honrosa en las actuales elecciones no es necesariamente un mal resultado, porque su objetivo es constituir una fuerza que aglutine el descontento social y recupere el orgullo nacional. Es dudoso que el actual partido comunista pueda constituir esa fuerza, porque es débil (medio millón de miembros, frente a los nueve que tenía en tiempos de la URSS), porque la mayor parte de sus anteriores líderes se han convertido en oligarcas capitalistas, porque los jóvenes no creen en la política y menos aún en la política comunista y porque una buena parte del partido lo constituyen cuadros comunistas tradicionales, incluyendo a muchos admiradores de Stalin, poco dispuestos a renunciar a su pasado. Pero por el momento, la canalización parcial del descontento social a través del voto comunista permite la estabilización política de Rusia, a menos que algunos asesores presidenciales se pongan nerviosos e intenten una aventura para no arriesgar la pérdida de su lucrativo empleo.

Con Yeltsin revalidado como presidente y los comunistas posiblemente divididos y debilitados, todo continuará como hasta ahora, aunque, en lo inmediato, en peores condiciones: los costos de la demagogia electoral se pagarán con la austeridad del próximo invierno. La élite rusa (incluyendo numerosos políticos-empresarios del área comunista) Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior continuará su proceso de pillaje de los recursos y patrimonio del Estado al que se ha dedicado con fruición estos últimos años. De hecho, la lucha por el poder en Rusia no tiene carácter ideológico sino económico: son grupos rivales tratando de controlar en beneficio propio el patrimonio del país para conectarse con el capitalismo global. Aunque la inversión extranjera es hasta ahora insignificante, el núcleo de la economía rusa está ya globalizado: los centros financieros, las industrias energéticas y de recursos naturales, las redes de comercialización. En torno a ese núcleo, totalmente dependiente de la protección del Estado, se ha generado una clase de nuevos rusos, fundamentalmente operadores comerciales y financieros, con una aguda conciencia de clase capitalista. Algunos conocidos míos del nuevo Moscú, académicos transformados en privatizadores y corredores de Bolsa, rechazan el pago de impuestos (el impuesto sobre la renta no se cobra en la práctica) y se niegan a redistribuir su nueva riqueza en beneficio de "un pueblo de vagos y borrachos" (sic). Ecos de palabras escuchadas antaño en las cafeterías del barrio de Salamanca. Oyéndolos se en tiende el voto de Ziugánov. Pero la actual mayoría comunista en la Duma está liderada por personas que suscriben el mismo orden de cosas y se benefician personalmente de él. Por eso no habrá cambios sustanciales y por eso Rusia seguirá desgarrándose sin esperanza, como muchos países, entre una élite globalizada y unas masas empobrecidas y marginadas.

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Estas elecciones tendrán, sin embargo, una consecuencia importante: acelerar la sucesión de Yeltsin. El gran problema del conglomerado de intereses económicos agrupados en torno a la presidencia es que no tienen recambio político y que, desde 1992, han dependido exclusivamente de Yeltsin, inicialmente en base a su popularidad, recientemente en base a su control de clientelas políticas. La salud del presidente y su impredecible comportamiento (en buena parte por un problema serio de alcoholismo) plantean a corto plazo la necesidad de construir un nuevo mecanismo político. A eso juegan Chernomirdin, Soskovets, Yablinski y demás candidatos al poder. Una vez alejado el peligro comunista, se, hace indispensable llegar a un acuerdo y encontrar una fórmula estable de reparto del poder en el seno de la élite político-económica. Sin tal acuerdo, el sistema será cada vez más frágil e incapaz de controlar las reivindicaciones de la provincia.

El descontento social, falto de una alternativa política nacional, se traducirá en movimientos autonómicos regionalistas. Y es oportuno recordar que el 70% de las exportaciones rusas (de las que depende la supervivencia económica del país) provienen de Siberia. Sin una estabilización política que incluya un pacto entre la nomenklatura capitalista de Moscú y las élites regionales, las crisis políticas rusas de los próximos años podrían desgarrar a Rusia y perturbar al mundo. Sin embargo, lo más probable es -que tras el gran miedo electoral se produzca- una estabilización política que asegure el posyeltsinismo. Así, la élite política y el sector globalizado de la economía y de la sociedad consolidarán una normalidad tensa. Mientras que buena parte de Rusia se incorporará a las famélicas legiones del planeta que ya no tienen ni tan siquiera cadenas que perder.

Manuel Castells es autor de La nueva revolución rusa.

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