Locura colectiva en Neptuno
Cerca de 40.000 aficionados celebraron por todo lo alto el triunfo
Neptuno no botó, como le pedían algunos. Ni sonrió, pese a que Gil, a lomos de sus caballos, asegurara que sí lo había hecho. Nunca el dios romano de los mares vivió tamaño ajetreo. Más que nada, porque hace 19 años nadie se acordaba de él a la hora de celebrar los triunfos del Atlético. Claro que tampoco la inmensa mayoría de los miles de aficionados que anoche le rodearon, levantaban entonces dos palmos del suelo. La afición rojiblanca vivió, por fin, su noche más hermosa. Pocas veces las calles de Madrid encontraron tan unánime jolgorio en color rojiblanco.Todavía, no había acabado el decisivo Atlético-Albacete y más de mil personas ya estaban ocupando los lugares de honor a la vera misma de la estatua. Cuando se produjo la explosión del triunfo una impresionante marea humana comenzó a inundar la zona. Nadie, ni siquiera la Policía Municipal, osó hacer cálculo alguno. Los máximos responsables de la impresionante seguridad desplegada acabaron afirmando que allí se habían juntado no menos de 40.000 aficionados. Por ahí iban los tiros.
Los seguidores descargaron toda su contenida tensión, tras tantos años de sufrimiento. Simeone, Pantic y el Tenerife fueron, por este orden, los más jaleados. No faltaron, por supuesto, referencias al peor enemigo, al Real Madrid. Su no presencia en Europa provocó la cruenta mofa de los presentes. Que también se cebaron con la Cibeles, tan cercana en la distancia como lejana en los sentimientos. Y tan protegida, también, por la policía.
El gran momento se vivió a las 0.10, cuando se empezó a divisar en el horizonte de la Carrera de San Jerónimo algo así como una manifestación de furgonetas policiales, con sus sirenas a todo trapo. Protegido por aquéllas, y con la vigilancia aérea de un helicóptero, viajaba, despacito, el autobús del campeón de Liga, en cuya parte delantera resoplaba, vestido apenas con un chándal, Jesús Gil. Antic, entonces, andaba escondido. Arribó el autocar, Furia, de nombre, a la atestada plaza. Y ésta reventó de júbilo. Era el instante más esperado, con los jugadores rojiblancos encaramándose a la grupa del dios del tridente. Que estaba, por cierto, sin agua y con las luces apagadas.
Aquello fue el acabose. Gil lo pasó fatal a la hora de escalar. Para sus futbolistas, en cambio, fue sencillísimo. Sobre todo para Vizcaíno, que llegó más arriba que nadie, hasta los mismos hombros del dios. Le colocó una bufanda en el cuello, una bandera en la mano y una dorada copa de papel en lo alto del tridente.
Corrieron los jugadores alrededor de la fuente, haciéndoles signos de adoración a la enfervorizada masa. Veinte minutos les llevó la tarea. Entonces, Clemente Villaverde, el gerente, les ordenó volver al autocar. A uno de los grandes protagonistas de la gesta, Radomir Antic, apenas se le vio, al contrario que a Gil, a quien consiguieron a duras penas bajar de la fuente, un asunto que él mismo calificó como "harto complicado".
Radomir Antic hubiera preferido permanecer en segundo plano. Lo intentó, pero no lo consiguió. Luego corrió hacia el autocar, siempre al lado de su hijo, y entonces sí, entonces alguna lágrima con pinta de furtiva bañó su rostro. "Hoy sí que merece la pena vivir", sentenció antes de que Jesús Gil, por enésima vez en toda la noche, volviera a estrujarle.
Quedaron los cerca de 40.000 aficionados a la vera de Neptuno, al que algunos miraban como extasiados, con su bufanda y su bandera, todo rojiblanco. Como lo fue la noche, la más hermosa que quizá haya vivido nunca el Atlético de Madrid.
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