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Un niño republicano

Apenas se anunció el recién publicado libro de Eduardo Haro Tecglen, El niño republicano, sentí una impaciente expectativa, y desde luego me ha apresurado a leerlo. Era natural. Su autor es un hombre cuya personalidad respeto y a quién complazco en tener por amigo; y en cuanto al tema que epígrafe tan conmoverdor promete, es algo que a mí también me toca muy de cerca: la esperiencia de la II República, vivida en su caso por una criatura tierna que abre los ojos a un mundo ilusionado, apasionado y cruel en grado sumo. Yo hube de vivir por mi parte esa experiencia misma cuando ya mi inocencia estaba perdida, aunque, a decir verdad, deba confesar que un tal estado de gracia debió de haber sin demasiado efimero en mí.Cuando, el 14 de abril de 1931, se procalmó en España la República, eduardo era un niño de siete años; yo acababa de cumplir los 25: el lapso de una generación nos separaba, y la mía había sido ya testigo de otros tiempos. Nací y crecí, en efecto, dentro del antiguo regimen de la monarquía constitucional; había asistido al deterioro de aquel sisitema que el regeneracionismo de Costa carcterizaba como oligarquía y caciquismo, régimen razonablemente liberal en la práctica, pero que ya para entonces se la había quedado demasiado estrecho a una sociedad española que pujaba ahora energicamente hacia más amplia democracia. Nunca olvidaré recien llegado a Madrid desde mi provincia, el multitudinario mitin del teatro Novedades donde un elenco de hombres eminentes exigía, desde la extrema izquierda hasta la menos extrema derecha, responsabilidades por el desastre africano de Annual. Es historia conocida: mediante el golpe de Estado de Primo de Rivera, impidió el rey que aquel Parlamento las discutiera y pudiese exigirlas; y así, la formación intelectual de mi grupo de edad debió avanzar bajo una dictadura no demasiado opresiva, que solíamos considerar una especie de inevitable lapso de espera hacia una salida de buena esperanza. Cuando, agotado el recurso dictatorial, cayó por fin aquella monarquía, y por fin la República advino, apenas regresab yo de Alemania, donde me había tocado presenciar el surgimiento del nazismo. Con la República venía a instaurarse sobre nuestro suelo nacional una democracia completa, en cuyo Parlamento tendrían representación desde la extrema izquierda hasta la extrema derecha; y esto, justo a la sazón -o, mejor dicho, fuera de sazón-, a la hora, digo, en que tal sistema sufría ya general descrédito en una Europa donde los totalitarismos de signo opuesto se disputaban las mentes y rivali

zaban en el terreno de la práctica política. Una vez más, este

país nuestro, marginado, aislado, ensimismado, recibía con

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ilusión, pero muy a destiempo, la promesa tan ansiada de una

vida colectiva en libertad...

Pues, bien: en la ebullición de un desbordante entusiasmo popular, que compartí también yo con aprensiva cautela críticapero sin reservas ni duda, hubo de abrirse al mundo la intelígencia, la sensibilidad y la conciencia moral de aquel niño republicano que este escritor maduro, Eduardo Haro, encuentra todavía hoy instalado en el fondo de sí mismo al trazar, con páginas a veces de excepcional calidad literaria y siempre de una sinceridad patética, el cuadro abigarrado de los hechos, figuras, sucesos, situaciones y conductas de aquel periodo en cuyo encendido y confuso fragor se forjarla para siempre su temple de hombre cabal. Leyendo el fascinante relato de sus recuerdos, que en conjunto coinciden con los míos, no dejo de maravillarme al notar cómo una misma realidad, los mismos acontecimientos, pueden reflejarse con tonalidades tan diversas en la conciencia de cada observador individual; y esto ha de ser así -pienso-, no sólopor virtud de la irreductible identidad de los respectivos temperamentos, sino también en razón de la incidencia tem-poral con que cada vida viene a insertarse en el decurso del acontecer histórico: una determinada situación, los mismos sucesos, han de afectar de manera muy diferente a quienes los viven en la responsable plenitud de su edad madura, a un anciano ya retirado del mundo, o al muchachito que a través de ellos se incorpora al mundo, y mediante ellos ha de configurar su imagen de la realidad.. Si el conflicto civil que devastó a España en la cuarta década de este siglo tuvo efectos traumáticos para cuantos lo padecimos y, de un modo u otro, marcó la biografia de todos y cada uno de nosotros, creo que la suerte recaída sobre los "niños de la guerra" fue en conjunto, y dentro de la diversidad de casos y particulares circunstancias, una suerte especialmente adversa: esa generación debió asomarse e incorporarse a un mundo que no podía ofrecerle ni una mínima seguridad, que no presentaba perspectivas claras, que no le procuraba criterios firmes, pues todos los valores tradicionales se encontraban en entredicho, suspensión o quiebra. Y todavía me atrevería a aventurar yo que, dentro de tan general miseria, quizá resultase a la postre menos ocasionada a desconcierto la situación de desorden moral deparada a los "niños republicanos" que la reservada a los vástagos del bando triunfador. En la población vencida, sometida, vilipendiada, y así privada de la condición civil, el sentimiento de padecer tan atroz injusticia podía consentir una afirmación de autoestima, una pretensión de superioridad ética, alimentada con la esperanza más o menos firme de un futuro reparador.

Todavía está por hacer, y quizá no se haga nunca , el análisis en profundidad de las reacciones políticas- en el fondo reacciones morales - de los "niños de la guerra" en etapas sucesivas a lo largo del mucho tiempo que duró el regimen franquista. Si, pasados los años, llegó un momento en que algunos hijos de notorios triunfadores salieron a dar la cara como oposición al regimen establecido por sus padres, asumiendo tal vez para ello una ideología de extrema izquierda, aquellos otros niños, los "niños republicanos" cuya fibra de carácter les hubiera permitido crecer y hacerse hombres sin caer en la desmoralización, conservaron durante su edad adulta una actitud de cerrada lealtad a la causa perdida ( actitud que en los hijos del exilio pudo haber sido exenta, libre de todo compromiso efectivo), a al espera de la debida restitución y reparación integral de un pasado que, sin embargo, tenía que ser como todo pasado irrecuperable. El fenómeno típico del desencanto -varias veces, de varios modos y en diversa medidas manifestado a partir de establecimiento de un regimen verdaderamente democrático en España - no es sino sultado de hallarse e a una realidad in-

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esperada: la de una sociedad abierta y muy evolucionada, donde, sin embargo, apenas cuentan ya para nada los planteamientos ideológicos del pasado.

Ha corrido el tiempo, ha arrastrado consigo muchas cosas, y ha traído otra! nuevas, que, para bien y para mal, transforman muy radicalmente las condiciones indispensables para la organización política en esta nueva sociedad de una convivencia medianamente aceptable; y es el caso que los viejos esquemas mentales no se ajustan bien a sus condiciones, ni las instituciones adecuadas para el siglo venidero parecen coincidir con los postulados de aquel futuro imaginario tan soñado. Siendo así, muchas legítimas, nobles, generosas y muy queridas expectativas han debido quedar penosamente defraudadas... ¡Qué estafa!, clamará una vez y otra, dolorido, este hombre excelente, este niño republicano que fue y es Eduardo Haro Tecglen... Pero si es cierto que para la realidad actual ya apenas resultan eficaces unas admirables instituciones e ideas que el cambio social ha dejado inservibles, en cambio tendrá siempre un valor perenne, esencial y absoluto aquello que en último extremo más importa, lo irrenunciable: el temple moral, el sentimiento de la propia dignidad del individuo, la superior calidad humana de que él mismo, el autor de El niño republicano, ofrece en su persona tan señalado ejemplo.

Francisco Ayala es escritor.

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