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Tribuna:RUTA DE LA MEMORIA
Tribuna
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El hombre del Lacoste

Fue el último en entrar en la habitación. Era delgado, más bien alto y cuarentón. Llevaba gafas e inmediatamente te fijabas en sus ojos. Eran poco comunes porque su mirada era penetrante y delicada a la vez. Un hombre, te decías a ti mismo, que calculaba en milímetros. Al estrechar nuestras manos, su sonrisa de bienvenida denotaba el mismo, sentido de precisión en lo que se refiere a los sentimientos. Sabía la diferencia exacta entre reconocimiento y gratitud y entre gratitud y deleite. Nos sonrió con mirada de reconocimiento. Las circunstancias de nuestra reunión le impidieron añadir: "Por favor, siéntanse como en su casa".Nos sentamos alrededor de la mesa. La habitación no tenía ventanas. Los otros dos presos eran más jóvenes que él, uno de la isla Reunión y el otro de Marsella. Nos presentamos y empezamos a leer en voz alta la historia que habíamos elegido.

El objetivo de la cárcel es reducir al mínimo todos los contactos con el mundo. Y esto tiene su efecto sobre las voces. Las nuestras, al leer, eran diferentes de las voces de los presos. Nuestras voces eran volátiles, como golondrinas en vuelo vistas a través de una ventana. Puede que nuestras voces fueran más interesantes que la historia que estábamos leyendo.

En una prisión los ruidos tienen el mismo eco que los sonidos en la bodega de un barco. No hay nada que los absorba o disfrace. Los ruidos, como los presos, carecen de intimidad. Así que la mayor parte del tiempo cierras los oídos, a no ser que optes por escuchar. Si así lo haces, escuchas atentamente. Los tres hombres escuchaban nuestras voces.

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El celador, recostado contra la pared junto a la puerta de la habitación, leía un comic. No necesitaba voces. En un aro, colgando de su cinturón, estaban las llaves de todas las puertas.

Lo que estábamos leyendo era una historia de amor. Una historia de pasión, crimen, interrogaciones, sueños, muerte, perdón. Situada en una metrópolis lejana.

El chico de isla Reunión estaba sentado encorvado, frunciendo el ceño. El marsellés estaba reclinado hacia atrás y parecía como si estuviera solo, conduciendo un coche hacia la metrópolis. De repente observé el cocodrilo verde de Lacoste en el suéter del hombre de las gafas. Un hombre de discernimiento. Asentía mientras leía mos, como si el reconocimiento quizá se estuviera convirtiendo en gratitud.

Dentro de la prisión, la imaginación queda atrapada por una especie de genio que rara vez se discute o respeta en el exterior. La imaginación de cada prisionero asigna a ese genio su valor y lugar particular, pero todas las imaginaciones se identifican con él. Es el genio necesario para escapar, el genio de los pocos que lo consiguen.

Desde los tableros de dibujo en los que se diseñaron los edificios de la penitenciaría -la mayoría hace un siglo- hasta las recién instaladas cámaras de vídeo, desde los rellanos metálicos ante las puertas de las celdas hasta los sistemas de alarma electrónicos, desde la suspicacia obsesiva de la mayoría de los celadores al adiestramiento clausewitziano de los directores de prisiones, todo está concebido y dirigido a que la fuga sea inconcebible. La noche y el día están puntuados sistemáticamente por la rutina o por recordatorios sádicos del carácter inconcebible de la huida. No obstante, hay algunos que insisten en pensar en ello todo el tiempo. De éstos, pocos intentan traducir sus pensamientos en hechos. Y de estos pocos, hay un puñado que, milagrosamente, tiene éxito.Cuando un preso tiene éxito y escapa, los que quedan en el interior sueñan y hablan de la hazaña como lo harían de una obra maestra. Y es que se trata de una obra maestra. Una proeza que en su imaginación, ingenuidad, disciplina, persistencia, planificación y concentración se puede comparar con las puertas de bronce de la sacristía de Donatello, en Florencia, o el monje Telonio interpretando Epistrofía.

En la entrada al edificio principal de la prisión, antes de, la cabina y el detector de metales, había una oficina con una docena de videopantallas, controladas por un Dick Tracy femenino. Podía controlar cámara tras cámara a su elección, y observar era su ocupación durante todo el día. Hombres haciendo ejercicio, hombres durmiendo, hombres charlando, hombres defecando, hombres fumando, hombres esperando, hombres contando historias. Los miraba a todos. Junto a su teléfono había una alarma. Cada pocos minutos comprobaba lo que estaban haciendo; lo que no podía saber es lo que se estaba diciendo.

Como cualquier historia que se cuenta en la prisión, la nuestra también ofrecía un medio de escape momentáneo. Mientras uno escuchaba, volaba en libertad...

En la historia que estábamos leyendo no sólo había trama, suspense, diálogo, también había todo lo que era normal, que pertenecía a la vida cotidiana allí afuera, y no existía aquí. En la habitación sin ventanas, la historia era un recordatorio de montañas, de silencio, de bailar , de elegir la calle por la que asear, de tener vida privada, cuyo don especial es la intimidad, de decidir por uno mismo qué comer y cuándo, de abrir una ventana sin pensarlo, de coger un tren o tomar un baño, de puertas a través de las cuales nadie puede mirar...

La siguiente vez que hicimos una pausa, el hombre de las gafas, moviendo las manos en el aire como pájaros en vuelo, dijo: "Muy ingenioso. Y maravillosamente imaginado. Realmente ingenioso".

Seguimos con la historia y la historia siguió trayendo recuerdos a los tres hombres. Antes de llegar al final, el celador nos interrumpió y nos mostró su reloj de pulsera como si pensara que era posible que no entendiéramos lo que era el tiempo en la prisión. Había terminado.

Gracias por la historia", dijo el chico de Reunión.

El hombre de las gafas se me acercó. Deseaba más que nunca ser un anfitrión. Habló con voz suave, como si estuviera en otro Jugar, junto a la puerta de un jardín, por ejemplo. "Espero volver a verles... ¿quizá... en otra prisión?".

Asentí.

El guardián se llevó a los tres hombres por el corredor. El hombre de las gafas y el suéter Lacoste se volvió e hizo un gesto vago con la mano.

John Berger es escritor británico.

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