_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Una vocación imposible

Juan José Millás

De haber nacido hombre, no tengo ninguna duda sobre lo que me habría gustado ser: misionero, pero misionero aquí, en Madrid. No entiendo a esos curas que se van a salvar almas a la selva. Lo lógico es rescatar primero las de Madrid, y luego, si todavía tienes tiempo, las de Barcelona, Valencia, Sevilla y Bilbao, por este orden. La selva puede esperar. Yo creo que los curas que se van al Amazonas, o a África, no tienen verdadera vocación: se marchan porque no aguantan a su madre, o porque les gusta la aventura, porque si de verdad quisieran salvar almas se quedarían en Madrid. El domingo pasado fui al Retiro, empecé a contar almas y cuando iba por dos mil quinientas treinta y siete lo tuve que dejar porque pasé junto a una madre que estaba contando en voz alta las cucharadas de leche en polvo para el biberón de su hijo y me confundió. Pero, bueno, no había contado ni la mitad, y eso que yo así, a ojo, calculo mal. Y todas se estaban ahogando, o sea, que necesitaban un misionero que les transmitiera la palabra de Dios y les hablara de las postrimerías. Una vez iba en el autobús, en el 40 -lo había cogido en López de Hoyos-, cuando noté un revuelo en la parte de delante. Me acerqué y resulta que estaba agonizando un hombre de unos cincuenta años. El conductor detuvo el autobús y preguntó si había algún sacerdote entre el público. Yo habría dado la vida por ser hombre y cura en ese momento y salvar el alma de aquel agonizante. Como no salía nadie, di un paso al frente y dije que era monja. "Una monja seglar", aclaré, pues iba con una falda un poco corta que al agacharme sobre el moribundo se me subió hasta los muslos. El desgraciado intentaba decir algo, así que acerqué mi oído a su boca y musitó:

-Un médico.

Un médico. Estaba muriéndose y lo único que se le ocurría era llamar a un médico. Yo me volví y dije que aquel hombre era negro y estaba pidiendo que le bautizaran. Como en casos extremos cualquiera puede administrar ese sacramento, pedí que fueran a por una botella de agua mineral a un bar y en un momento lo bauticé. Le puse de nombre Benito, porque soy muy partidaria de ese santo. Murió en mis brazos y espero que me haya perdonado la mentira sobre el color de su piel, pero quién se habría creído que estaba sin bautizar si hubiera dicho que era blanco.El caso es que desde entonces, hace ya cinco o seis años de eso, los sábados y los domingos me disfrazo de hombre y frecuento lugares multitudinarios con la esperanza de que le dé a alguien una angina de pecho y pidan por la megafonía un sacerdote. Pero nada. Siempre piden médicos. El otro día, en un partido de fútbol, preguntaron si había algún cardiólogo entre los espectadores. Yo me presenté en la enfermería y dije que era cura, y que, si necesitaban un cardiólogo, también necesitarían un cura, pues una cosa va unida a la otra. Un sujeto fornido me sacó de allí de muy buenas formas, sin decirme nada, y lo peor es que al cogerme del brazo se dio cuenta, creo yo, de que era una mujer. Qué vergüenza.

O sea, que voy a cumplir cuarenta años y todavía no he salvado ni un alma por culpa de mi condición feínenina. ¿Hay derecho a eso? Yo daría la vida por tener en Madrid una parroquia pequeñita, de pocas almas, por lo menos al principio. Ya iríamos creciendo. El caso es que por un cantante que vi en la televisión me enteré de que te pueden operar para convertirte en un hombre y dije ya está: me opero y me hago misionero.

Además, soy una mujer un poco hirsuta, o sea, que tengo pelos por todas partes, de manera que las hormonas me las podía ahorrar. Pues se lo cuento a mi director espiritual y dice que de ninguna manera, que lo primero que tengo que hacer antes de meterme en el quirófano es dejar de creer en Dios. Pero si lo que yo quiero es salvar almas. ¿Cómo voy a salvar almas sin creer en Dios? Tú verás, me contesta, pero esa operación es pecado mortal, fijo que te condenas. Así que no sé qué hacer, si operarme y perder mi alma para salvar las de los otros, o no operarme, en plan egoísta, y salvarme yo a costa de que las almas de Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla y Bilbao, por este orden, se vayan al infierno. He escrito al Vaticano, para consultar, pero no me contestan.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_