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LA SUCESION DE MITTERRAND

Jean-Marie Le Pen vende en la campaña la idea de Francia para los franceses

Sube al escenario agitando los brazos por encima de la cabeza. La multitud le aplaude y tararea el tema del coro -de esclavos judíos- del Nabucco de Verdi. Jean-Marie Le Pen, de 66 años, embutido en una chaqueta cruzada, salta y gira sobre sí mismo y aterriza con agilidad insospechada y un tanto grotesca en medio del estrado. "Un sondeo reciente demuestra que vosotros, la mayoría de los franceses, pensáis lo mismo que yo. Y yo soy el único que dice en voz alta lo que la mayoría piensa en voz baja", señala. En definitiva, el líder de la extrema derecha se presenta en esta campaña como la voz de la mayoría del miedo y vende un mensaje xenófobo que se traduce en una frase: Francia, para los franceses.

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Le Pen, presidente del Frente Nacional, habla en sus mítines de extranjeros, "del racismo de los inmigrados que defienden sus derechos en contra del de los franceses de origen". Habla también de paro y de nuevo son los forasteros los culpables: "En un país con seis millones de parados, los inmigrados quitan el trabajo a los franceses". Habla de inseguridad y demografía, y una vez más son quienes vienen de lejos el pararrayos de todas las cóleras: "La gran mayoría de crímenes los protagonizan los extranjeros, que tienen más hijos que los franceses. Se aprovechan de la república, ya que sus hijos van a nuestras escuelas, viven en nuestras casas de alquiler social o cumplen condena en nuestras cárceles alimentados por el EstadoFrancia para los franceses. Ése es el mensaje obsesivo de este antiguo editor de discos de canciones del III Reich que es Jean-Marie Le Pen. La tradición republicana francesa de integración a partir del llamado derecho de suelo es condenada por él en nombre del derecho de sangre, es decir, tal y como explica el programa de su Frente Nacional, "se tiene la nacionalidad de los padres". Y así, claro, por los siglos de los siglos.

En 1981, Le Pen no pudo presentarse porque no consiguió las 500 firmas de alcaldes necesarias. En 1995, los sondeos aventuran que quizá su candidatura supere el 16% de sufragios y, por tanto, el 14,5% obtenido en 1988. El líder ultraderechista pide al conservador y tradicionalista Phillippe de Villiers que se retire para así permitirle estar presente en la segunda vuelta. Pero De Villiers no es fascista ni racista, sino algo mucho más clásico: un aristócrata de comunión diaria.

Los dos están contra el acuerdo del GATT, contra Europa, contra el aborto y a favor de la pena de muerte, pero De Villiers es incapaz de ciertas indignidades. ¿La última? Decir que el presidente François Mitterrand se prestaría a crear "la interrupción voluntaria de la vejez (IVV)" -una parodia de las siglas IVG, que remiten a la interrupción del embarazo- para favorecer "la creación de una corriente emocional que sería provechosa a sus aliados políticos". Así pues, según Le Pen, el anciano presidente estaría dispuesto a acelerar su muerte para que los socialistas puedan ganar las elecciones. "No descarto la hipótesis de que se sacrifique como Sócrates". Obviamente, el líder del Frente Nacional no sólo especula con- el cáncer de Mitterrand, sino que además confunde asesinato y suicidio.

No le basta con creer a los demás capaces de lo que sólo él es capaz de hacer, sino que ahora pretende que los demás sean lo que él decide. En sus mítines, para animar al personal, su discurso va precedido de la actuación de tres cantantes: Claude François, MyIéne Farmer y Michel Sardou. El primero lleva 15 años muerto, pero Le Pen le ha hecho resucitar; la imitadora o copia de la segunda canta un tema que la Farmer ha hecho célebre y se refiere a una generación desencantada"; el sosias de Sardou entona el éxito Nunca más me llaméis Francia, con el que el chiraquiano y auténtico Sardou se ha hecho célebre. Con sus criaturas clónicas, Jean-Marie Le Pen sí logra algo que pro clama: "Que todos los franceses penséis lo que yo digo en voz alta".

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Bien instalado

Antiguo paracaidista, aficionado a contar batallitas de su período como soldado en las guerras de Indochina y en Argelia, Le Pen es el líder de extrema derecha mejor instalado del continente europeo. Ha creado, un voto del miedo y ha heredado parte del voto comunista a base de soflamas patrióticas y antiamericanas.

Nunca explica cómo financiar sus propuestas más delirantes -como la de "repatriar, en condiciones de dignidad, a tres millones de inmigrados en un plazo comprendido entre 1995 y 2002"- y ahora se empeña por aparecer como un hombre respetable y de orden.

Sólo insulta y amenaza cuando las cámaras y los micros están lejos. Se presenta como víctima y hace sentir como tales incluso a los asesinos. Los chicos que pegaban sus carteles en Marsella mataron a un emigrante de las Comores. "Nosotros no parecemos perseguidos, sino que lo somos". El supuesto agresor, desarmado, recibió un balazo por la espalda. "Los franceses no podemos estar tranquilos en nuestro país porque los extranjeros nos invaden", dice. La bala entró siguiendo una trayectoria lineal. "Nuestros enemigos nos atacan aprovechando un incidente provocado por un proyectil rebotado". Las visiones tranquilizadoras ven a Jean-Marie Le Pen como la vacuna que permite mantener vivos los anticuerpos republicanos; las pesimistas esperan impacientes el resultado de las elecciones para saber si realmente Le Pen tiene un techo.

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