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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Haití, ¿era esto?

¿QUÉ HA conseguido el presidente Clinton con el desembarco pacífico de los marines en Haití, tras las arduas negociaciones de Jimmy Carter con el goIpista general Cédras? Que la junta militar en el poder consienta el regreso del presidente Iegítimo, Jean Bertrand Aristide, para concluir su mandato. Pero sin garantía alguna de que el presidente electo vaya a ejercer realmente el poder ni de que Cédras y sus colaboradores abandonen el país.La primera explicación de este singular despliegue militar, que ha llevado al presidente norteamericano a elogiar la cooperación con quienes eran calificados públicamente hasta hace días como sangrientos tiranos, está en que toda la obsesión de la Administración de Clinton con este minúsculo y paupérrimo Estado caribeño siempre estuvo basada en razones de política interior. Pero hay más.

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Según esa teoría, Clinton, casi patológicamente abocado al compromiso, habría acabado cediendo en la negociación con Cédras: mejor una invasión pacífica con la hoja de parra del restablecimiento del presidente democrático en Puerto Príncipe que una complicada operación pacificadora de la isla, con el recuerdo inclemente de Somalia en el horizonte. Además, a unas semanas de las elecciones al Congreso, urgía un éxito en política exterior; y como tal se considera cualquier operación militar que se zanje sin derramamiento de sangre; de sangre norteamericana, sobre todo.

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Detrás de un acuerdo que no exige que abandonen la isla los militares golpistas, que no prevé ninguna clase de purga en el Ejército y que concede una amplia amnistía para todos los golpistas, torturadores y asesinos que pueblan el poder haitiano, se intuye la desconfianza de Washington hacia Aristide. Clinton ha decidido finalmente -después de dejarse arrastrar por los acontecimientos durante los meses y años de la crisis haitiana- distanciarse de una postura que no le permitía margen alguno de maniobra y prácticamente le subordinaba a los deseos de un Aristide inestable y demagogo, según el Departamento de Estado.

E incluso en esta decisión, Clinton no da la impresión de haber decidido por sí mismo. Ahora se le acumulan los problemas. Aristide ha sido convencido para que regrese, pero el hecho mismo de que se dé un plazo de hasta 24 días para hacerlo prueba que desea antes ver cómo se desarrolla la operación sobre el terreno; convencerse de que vuelve para ser el presidente y no un huésped de lujo en el palacio presidencial. Sin cambios profundos en la Administración, sin limpieza de fondos en la sentina del poder, no puede haber presidencia democrática. Y como Aristide se había comprometido a no presentarse a la reelección , podría darse la paradoja de que Cédras, una vez amnistiado, sí pueda hacerlo en 1995 y suceder así por vía electoral al presidente que él derrocó.

Los cálculos electorales de Clinton pueden resultar, a la postre, fallidos. El carácter pacífico de la ocupación no garantiza que ésta no termine siendo un fiasco si Aristide no encuentra un marco razonable para regresar como presidente efectivo. Con lo cual, las tropas norteamericanas podrían empantanarse en Puerto Príncipe, primero como espectadores de los ajustes internos y quién sabe si luego como objetivos directos.

Los republicanos, que tienen las encuestas de cara ante las elecciones, y que se oponían a la invasión, no dejarán de aprovechar la ocasión para subrayar que ellos tenían razón y que para esto habría sido mejor quedarse en casa.

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