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Anónimo veneciano

Mario Vargas Llosa

Con las ciudades, como con las personas, uno entabla relaciones entrañables o alérgicas, por razones que obedecen al mito, la magia o el azar, misteriosas coincidencias o inexplicables desencuentros que es inútil tratar de entender, manifestaciones de un orden secreto que desde las sombras traza nuestro destino, la imprevisible geografía de nuestras vidas. La primera vez que pisé Londres, o Barcelona, o Florencia, supe al instante que siempre estaría en esas ciudades como en mi casa, bienvenido y amparado por un acuerdo íntimo con el genio del lugar; en París, en cambio, adiviné desde el principio que mi vida allí nunca sería fácil, sino traumática, una apasionada relación hecha de caricias y mordiscos, como esos amores convulsivos de las novelas tremebundas.Y la bella Venecia también me hizo saber, nada más llegar, reverente, entusiasta y pobretón, en aquel verano tórrido del año 1959, que, no importa cuán grande mi empeño por ser aceptado y mi admiración por su historia, sus pintores y sus palacios, en la ciudad de los canales, los Tizianos, los Tintorettos y las góndolas yo siempre sería extranjero. Venecia iba a ser la culminación gloriosa de aquel viaje de un mes por Italia, que hice al terminar la universidad, con un kilométrico que me permitía subir y bajar de la tercera de los trenes en cualquier parte, y con cien dólares en el bolsillo. Ese presupuesto no era tan exiguo como suena, pues, a condición de alojarse y alimentarse en los albergues de la juventud y caminar de sol a sol, me alcanzaba de sobra para verlo todo. Los Albergues eran estupendos, un castillo en ruinas en los acantilados de Génova, una villa con columnas renacentistas en las que se enroscaban las parras en la campiña dorada de Florencia, y, en Roma, una vieja mansión, en lo alto del monte Mario, desde la que se divisaba toda la ciudad. Para compensar las simbólicas sumas que pagábamos por dormir y comer en aquellos recintos hospitalarios, atestados de una simpatiquísima fauna de mochileros venidos de todos los rincones de Europa, había que pelar papas, picar tomates o baldear piso antes de emprender la excursión de cada día.

Pero, en Venecia, mi presupuesto se descalabró. La ciudad de los mercaderes me precipitó en la insolvencia en un dos por tres y me dejó confinado en la antigua judería, frente al Gran Canal, oliendo y adivinando sus maravillas a distancia, sin la menor posibilidad de disfrutarlas. La entrada a los museos era carísima y el Albergo della Giovinezza estaba en la isla de La Giudecca; para cualquier desplazamiento había que treparse a unas lanchas cuyos billetes costaban más que la cama o el almuerzo estudiantil. Llevaba conmigo, como guías que me había propuesto utilizar para orientarme por los vericuetos de la ciudad, un bellísimo relato veneciano de Henry James, Los papeles de Aspern, y el ensayo de Mary McCarthy, Venice observed, que tuve que contentarme con releer, rumiando una amarga frustración. No recuerdo haber entrado a una iglesia, ni pisado un museo, ni tomado un solo barquillo de esos maravillosos gelati italianos que me tentaban hasta en sueños. Cuando partí, juré que sólo volvería a Venecia el día que pudiera pagarme un hotel de primera, tomar todos los barcos y, hartarme de helados y museos.

Lo hice años después, en 1973, con los derechos de una novela. Con mi mujer y mis dos hijos nos instalamos por dos semanas en el decadente Hótel des Bains, en homenaje al gran Visconti, que había filmado allí, en, una soberbia adaptación, otra de las grandes ficciones ve necianas, la Muerte en Venecia, de Thomas Mann. A las pocas horas de llegar, entre los toldos moriscos del Lido, tuve la fortuna de conocer a una de las más extraordinarias personas que se han cruzado en mi camino. Se llamaba Lavinia Riva. Era una viejecita esbelta, de gestos rápidos, con una energía indomable bulléndole en unos ojos luminosos que, estoy segurísimo, habían roto en la vida muchos corazones. Era una ve neciana que en los años treinta y cuarenta había vivido en Perú, y que, mientras su marido trabajaba en Lima, se dedicó a recorrer aquel país de cabo a rabo, con amor y minucia de entomóloga. Había estado en todas partes, ido y venido por selvas y desiertos, escalado las cumbres de los Andes y pernoctado en refugios de llamas, en el altiplano. Conocía las tribus de la Amazonia y los puertos perdidos del litoral, había acompañado a exploradores, arqueólogos, navegado en las barcas de totora del Titicaca y desafiado las mareas en los endebles veleros que, en el extremo norte, partían en tonces de Máncora a la caza de las ballenas. De sus andanzas en burro, canoa, camión y a pie firme por el Perú profundo había escrito un libro, que leí en esos días, sorprendido.

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Lavinia nos adoptó y fue un maravilloso -y algo extenuante- cicerone. Conocía al dedillo la Venecia turística, desde luego, pero también otra, muy personal, de viejas artesanías y humosos conventillos, donde unas muchachas tristes fabricaban las máscaras del carnaval y cortaban los gorros rojos de los gondoleros, y de legañosas parroquias donde, a ciertas horas, organistas aficionados interpretaban obras de Scarlati y Vivaldi. Estaba al tanto de toda la mitología literaria de la ciudad, esas fantasías, aventuras, audacias, felonías y grandezas con que las ficciones eternizan a ciertas ciudades privilegiadas y las vuelven literatura encamada, mito vivo. Gracias a Lavinia Riva llegué a creer, ingenuo de mí, que Venecia y yo nos habíamos reconciliado y que seríamos en el futuro un matrimonio bien avenido.

No volví a esta ciudad en los años setenta, pero sí a Italia, varias veces, y en todas busqué, en Roma, a la querida Lavinia. Me enseñó muchas cosas ad mirables y me presentó a mucha gente, también allí, y lo mismo en su casa de campo, en Monte Ripone, donde su magnética personalidad congregaba a una pintoresca corte, muy de época, en la que aristócratas exangües e industriales millonarios -generalmente comunistas- se codeaban con horticultores silvestres, pintores borrachines, poetas lenguaraces, sílfides cinematográficas y sesudos profesores expertos en Dante y Petrarca. Lavinia paseaba sobre todos ellos sus ojos benevolentes, animados de chispitas irónicas. Un día, en una de esas reuniones, compareció -en medio de un escalofrío de los comensales- la espantable silueta del polígrafo Mario Praz.

Era el hombre más feo del mundo, acaso tanto como Leopardi, pero también uno de los más cultos e inteligentes, gran conocedor de la literatura y el arte romántico europeos, sobre cuya sensibilidad morbosa y extravagancias eróticas había escrito un erudito ensayo, La agonía romántica, que le hizo famoso. La temeraria Lavinia lo protegía y frecuentaba pese a la perversa fama de ghetattor (de gafe) que sus enemigos le habían dado y que hizo de él un apestado, alguien a quien sus colegas evitaban como a una escalera en media calle, un gato negro o un espejo roto. Esto no era broma, iba tan en serio que, aquella tarde de la que hablo, yo vi con mis propios ojos empezar a esfumarse a la gente de la casa de Monte Ripone apenas el crítico llegó. Se perdieron una amena charla y, también, una jocosa situación fellinesca, pues, en el curso de la sobremesa, misteriosamente, la bragueta del polígrafo se abrió y se le escapó un testículo. Por exceso de buena educación o por prejuicios pánicos, nadie se lo hizo notar, y allí estuvo esa intrusa intimidad, exhibiéndose a lo largo de todo el convivio, hamacada por la tibia brisa crepuscular.Pasa a la página siguiente

Copyright Mario Vargas Llosa, 1994. Copyright. Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PAÍS, SA, 1994.

Anónimo veneciano

Viene de la página anteriorLa casa romana de Mario Praz era un museo de arte de la -época napoleónica, que gracias a gestiones de Lavinia pude visitar. Los cuadros, esculturas, objetos y muebles de época (más interesantes que bellos) se apiñaban y entreveraban de tal modo en cámaras y pasillos que era difícil circular entre ellos y todavía más apreciarlos. Pero el dueño de casa los describía con una pasión contagiosa (publicaría luego una hermosa memoria sobre su colección) y tenía una biblioteca espléndida, de altísimos anaqueles y olorosos libros encuadernados que provocaba acariciar.

La ausencia de la amiga Lavinia Riva me empobreció todas las otras venidas a Venecia -dos o tres- en la década siguiente. Comparadas con aquella de 1973, que su varita mágica convirtió en aventura irrepetible, resultaban convencionales, y, además, las estropeaba siempre algún perverso imponderable: unas tormentas diluviales la vez que vine con la intención de pasear por la Bienal de pintura, y, otra, una sorpresiva bursitis que me tuvo en cama y con el brazo en cabestrillo toda la semana.

El imponderable de esta vez se llama Umberto Curi, el consejero de la Mostra al que se le ocurrió "vetarme" como miembro del jurado, acusándome de "agente de la CIA". Yo soy una persona convencida de que ser jurado de un festival de cine es la profesión más divertida del mundo, a condición de que uno se entretenga. viendo incluso los bodrios más irredimibles (es mi caso: yo soporto todas las películas que no sean pretenciosas), y por eso acepté encantado la invitación de Gillo Pontecorvo. Por lo general, un escritor pasa totalmente inadvertido en un festival de cine y puede dedicarse a ver películas y, en el tiempo libre, a gozar de los encantos de la ciudad, que, aquí en Venecia, sabemos de sobra que son múltiples. Pero, por culpa de los ataques del misterioso señor Curi -al que nadie aquí parece conocer, al extremo de que he llegado a pensar que es una invención publicitaria de Rizzoli, mi editor italiano, que está publicando un libro mío en, estos días mi estancia en Venecia se. ha convertido esta vez en un pesadillesco acoso de curiosos y de periodistas de todos los medios habidos y por haber que, donde asomo, me asaltan con preguntas sobre el señor Umberto Curi. De manera que, con el dolor de mi alma, no he sentido más remedio que optar, entre película y película, por aislarme en un cuarto de hotel para librarme de las servidumbres de esta incómoda celebridad. El cuarto es, cómodo, desde luego, pero la visión del mundo que me ofrece es apenas un rectángulo verdeoscuro de mar Adriático que no tiene nada de particular mente veneciano. Así que, pese a las muchas críticas que ha recibido por su extemporáneo estalinismo, el comisario Curi se ha salido con la suya y ha conseguido estropearme -una vez más en la vida- la visita veneciana.

Sé perfectamente bien, y no necesito que nadie me lo recuerde, que los supuestos manes maléficos del magnífico Mario Praz, que en paz descanse, no tienen. absolutamente nada que ver con esta calamidad, y en memoria de la inolvidable Lavinia Riva dejo aquí sentado que seguiré insistiendo y volviendo a Venecia cuantas veces sea necesario hasta que el genio hostil de la ciudad, que me tiene declarada la guerra desde 1959, se compadezca, me desescomulgue y acepte.

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