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Fútbol y cultura

Jorge Valdano

A quien sepa mirar profundo, quizá el fútbol le descubra verdades ocultas en la maraña social que sólo las grandes intuiciones populares pueden desvelar. Sin embargo, es de buen gusto intelectual presumir de ignorancia en materia futbolística. Como si el balón fuera a destrozar los delicados jarrones de la cultura.Si el fútbol existe y desde su origen silvestre fue ascendido a ceremonia; si su fuerza es centenaria y tiene el poderío integrador de las causas universales; si, además, y no aunque, es instrumento callejero de comunicación y expositor de talentos iletrados; si sirve, en fin, al nada despreciable proceso de la alegría y la emoción, que el pensamiento sea amplio y no tema su admisión.

Jugar con los pies respondió a la necesidad lúdica de civilizaciones lejanas, pero podríamos seguir retrocediendo de la mano de Johan Huizinga y su Homo ludens: "El juego", escribió, "es más viejo que la cultura, pues, por mucho que estrechemos el concepto de ésta, presupone una sociedad humana y los animales no han esperado a que el hombre les enseñara a j ugar". El fútbol es un juego; por tanto, algo serio. Saltemos la disputa que muchas comunidades mantienen sobre la paternidad de su origen y empecemos, por Inglaterra, donde un juego primitivo era perseguido por "plebeyo y alborotador". En 1314, Eduardo II promulgó una ley "contra las corridas de las grandes pelotas", y en 1547 fue Enrique VI quien lo declaró "delito lamentable". Aquel sucedáneo de guerra, con un balón (como excusa), entretenía la esencial agresividad humana y sería el embrión de criaturas deportivas tan célebres como el rugby y el fútbol.

El juego creció salvando prohibiciones y en cada impulso ganaba o perdía reputación al son del momento que le tocaba vivir. A mitad del siglo pasado entró a la universidad, de donde salió pulido reglamentariamente, pero acusado de elitista. En 1863 se funda la Football Association y el juego comienza a seducir en suburbios obreros. De la experiencia democratizadora salió con el estigma inverso: era chabacano. En plena industrialización, el fútbol sirvió al empresariado para desafilar energías proletarias, y si bien esa influencia fortaleció su organización competitiva, le adhirió una nueva penuria: era el opio del pueblo.

Coetáneo al cine. Teatro para todos. Miles de seres sin nombre miran esa batalla representada por héroes banales. Emoción, belleza, comercio, violencia. Se dice que jugar es recrear un mundo al margen del real; el fútbol acepta esa definición, puesto que es estéril, se agota en sí mismo. Pero en ese espacio geométrica y temporalmente cerrado se ponen en combustión todas las taras de la civilización industrial, o, según escribió Ezequiel Martínez Estrada: "... Todas las fuerzas íntegras de la personalidad: religión, nacionalidad, sangre, enconos, política, represalias, anhelos de éxito, frustrados amores, odios, todo en los límites del delirio en fundida masa ardiente". Es el hombre, en fin, representando su angustia, aunque pague la entrada para escapar de ella.

El fútbol: trivial, sospechoso y de indiscutible peso social, fue siempre utilizado y manoseado. La respuesta de los intelectuales a esta fuerza popular es parcelable. En buen número creen que mancha. Por prejuicios culturales (juego para analfabetos), políticos (trampa capitalista), sexuales (un mundo de hombres); o por el comprensible espanto que les produce hacer soluble lo individual a la gran masa. Lo cierto es que entre este tipo de sabios y el fútbol hay una relación frustrada en el origen; un divorcio prematrimonial con dos efectos: unos lo ignoran y otros lo desprecian. Simpática hostilidad era la de Jorge Luis Borges, quien el día del debú de la selección argentina en el Mundial 78 dictó una conferencia en Buenos Aires a la misma hora del partido. Trataba sobre la inmortalidad.

Para escultores y pintores, las canchas no fueron buena fuente de inspiración, menos aún en España, arrebatados para siempre por la sangre y la arena. Tampoco entre los escritores el fútbol encontró su Hemingway, pero son muchos los interesados. Henry de Montherland, entre la aristocracia parisiense de finales del siglo pasado, y Albert Camus, a principio del actual en la modestia de su Argelia natal, tuvieron, entre muchas diferencias, un insólito punto en común: los dos fueron porteros. Camus agradecido: "... Lo mejor que sé sobre la moral y las obligaciones de los hombres se lo debo al fútbol". Supe que también Mario Benedetti y el Che Guevara fueron malos guardametas (el calificativo lo supongo). En España, Rafael Alberti y Miguel Hernández quedaron asimismo prendados por el heroico oficio de portero, sólo que, en lugar de descolgar balones, tomaron la pluma para cantarlos. En 1927, Miguel Hernández escribió la Elegía del guardameta: "... En el alpiste verde de sosiego, / de tiza ganado, / para siempre quedó fuera de juego / Sampedro, el apostado / en su puerta de cáñamo añudado..". Un año más tarde, Rafael Alberti ve en Santander jugar al Barcelona y le promete recuerdo eterno a su portero en el poema Platko: "Nadie se olvida, Platko, / no, nadie, nadie, nadie, / oso rubio de Hungría...". No sé si conviene decir que Platko murió en Chile no sólo en el olvido, sino, además, en la pobreza. Cela, Hortelano, Vázquez Montalbán, Mario Benedetti, Osvaldo Soriano, Vargas Llosa..., entre los hispanos, son escritores que suelen reparar en el fútbol entre sus seducciones literarias.

De cuando en el mundo había polos ideológicos podemos extraer otras diferencias. La izquierda se entretuvo en un análisis critico-ideológico, político-económico y socio-psicológico del fenómeno, un enorme esfuerzo intelectual para acabar despreciándolo. La derecha, siempre tan eficaz, fue más concreta: usó el fútbol en beneficio de sus intereses de dominación.

El pensamiento progresista seguía reflexionando: el fútbol era un dique de contención de la subversión necesaria; obstruía, por perversión, la solidaridad colectiva; reproducía el mundo laboral capitalista.. ,Concluido lo cual, la izquierda se desinteresó.

Huérfana de materia gris, la masa futbolera tomó medidas de compensación, y acaso baste con este ejemplo: el escritor Roberto Arlt tenía 29 años cuando fue a un partido por primera vez. Sentado en un asiento de privilegio, llamó su atención "el agua que caía de lo alto del estadio" hasta que un espectador le aclaró que eran "ciudadanos argentinos que dentro de la Constitución hacían sus necesidades desde las alturas". Consuela pensar que en los estadios (en Suramérica más) es allá arriba donde hierve la pobreza. Sólo eso, consuela. Es que esta sociedad sólo invierte en la anécdota la difundida y tan actual ley del gallinero, según la cual la gallina de arriba caga a la de abajo.

El fútbol es cultura porque responde siempre a una determinada forma de ser. Los jugadores actúan como el público exige, de forma que el fútbol se termina pareciendo al sitio donde crece. Los alemanes juegan con disciplina y eficacia; cualquier equipo brasileño tiene la creatividad y el ritmo de su tierra; cuando apostaron por otro orden fracasaron, porque si bien los jugadores aceptan la imposición, no lo sienten. Argentina tiene un exceso de exhibicionismo individual y una carencia de respuesta colectiva así en la cancha como en la vida. Si esas fronteras se van haciendo difusas es porque el fútbol, además de parecerse al lugar donde se juega, no escapa a su tiempo, y ésta es época de uniformiza ción. La selección española no tiene un estilo propio, quizá por las diversas identidades que ha cen a sus autonomías y que tienen en el fútbol su correspondencia. Pero estrechemos aún más el círculo para demostrar la condición que el fútbol tiene de metáfora social. Reparemos en Sevilla, ciudad que proyecta en varios planos la cultura de las mitades. Está dividida en Sevilla y Triana; adora a dos Vírgenes, la Esperanza y la Macare na; tiene dos patronas, santa Justa y santa Rufina; reparte su admiración entre dos toreros, Belmonte y El Gallo. Esta división simbólica dualista da sentido a las hermandades y se prolonga en la. existencia de dos equipos de fútbol (Betis y Sevilla) con dos aficiones apasiona das e irreconciliables que se fortalecen en el choque y la ene mistad dentro de una ciudad sin tamano para dos instituciones vivas.

El profesor Luis Meana ha escrito que "en la lógica del sistema el estadio está destinado a convertirse en inodoro social". Verdad. Razón de más para que los intelectuales entren a estudiar la orina del enfermo, que, por cierto, a mi no me gusta nada. Puede ocurrir que, en medio del análisis social, al sensato pensador le entren unas ganas considerables de insultar al árbitro; será buena la ocasión para empezar a conocerse a sí mismo. Si es que se anima a mirar hacia dentro.

Jorge Valdano es entrenador del Real Madrid.

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