Estar en la vulnerabilidad
Meditemos sobre la vulnerabilidad, ese concepto que nos recuerda nuestra cualidad de poder ser heridos y para el que debemos prepararnos desde lo más profundo de nuestra humanidad

La vida se las arregla para recordarnos, de vez en cuando, lo que olvidamos con gran facilidad: nuestra precariedad, la mortalidad y la fragilidad de nuestra existencia. ¿Les ha ocurrido que, en un instante, todo cambia en nuestra vida? ¿Por qué le tememos a esa finitud que es la esencia misma de vivir? Nos enseñan a habitar en la estabilidad o, al menos, a buscar incansablemente el equilibrio; anhelamos una vida plena y rica en intensidad, pero que, a la vez, no nos confronte ni nos haga sentir vulnerables.
Meditemos sobre la vulnerabilidad, ese concepto que nos recuerda nuestra cualidad de poder ser heridos y para el que debemos prepararnos desde lo más profundo de nuestra humanidad.
Hace poco, al revisar el resultado de unos exámenes médicos rutinarios, me encontré con una de esas frases que nunca se quiere leer: “biopsia con carácter prioritario para evaluación de seno izquierdo”. Un hielo recorrió mi cuerpo, un instante que me sacó de la comodidad cotidiana y me recordó la pequeñez de mi ser.
La vida, en su belleza, nos obliga a detenernos ante nuestra fragilidad. Me ha tomado varios días ―esos previos al examen― el reconocer que no estoy en peligro, que se trata de un llamado al cuidado y que es válido sentirme vulnerable. Este recordatorio de nuestra condición efímera evoca la idea de vanitas, que nos enseña sobre la transitoriedad de las cosas y la futilidad de las preocupaciones mundanas. En el arte, la vanitas nos muestra que todo es pasajero, que nuestras posesiones, logros y placeres son temporales y que la verdadera riqueza radica en la conexión y la autenticidad.
Esta historia, que es la de muchos ―o tal vez de todos―, nos recuerda esos momentos contundentes: enfermedades, tusas, pérdidas, despedidas, muertes de seres amados. Experiencias que pueden cambiar nuestra realidad en un instante o, simplemente, pequeños sobresaltos que aluden a esa frase conocida del latín clásico: memento mori (recuerda que morirás). Una idea que nos reconecta con la fugacidad de la vida. Una manera de recordarnos cómo “estar en el mundo” y de iluminarnos, aunque a veces sea desde el miedo, sobre cómo habitamos nuestra vida, para devolvernos a la gratitud de cada día vivido y a la humildad ante las limitaciones de la naturaleza humana.
Jean-Jacques Rousseau, en su obra Emilio, afirma que es la debilidad la que nos hace sociables: “Son nuestras miserias comunes las que llevan nuestros corazones hacia la humanidad…”. Y es que ser humano es, fundamentalmente, venir de lo más terrenal, ser polvo. Nos definimos en la vulnerabilidad, en lo más cercano a nuestra necesidad.
Cuestionarnos sobre nuestra finitud nos confronta con la verdad de que todo lo que amamos y valoramos es, en última instancia, pasajero. Sin embargo, es precisamente en esta temporalidad donde reside el dulce sabor de la vida. Cada experiencia compartida, cada conexión humana nos enseña a vivir con mayor intensidad y autenticidad.
Así, en lugar de huir de mis miedos, hoy me expongo ante el lector, que sobre todo soy yo. Un yo que medita en lo íntimo sobre la gracia de sentirme vulnerable. Abrazo la incertidumbre y la potencialidad de ser herida, para expandirme y aprender, de manera que la humanidad se manifieste en su forma más pura. La vida, en toda su complejidad, hoy me recuerda que somos seres frágiles y necesitados; y que podemos encontrar consuelo en la compañía de otros en este viaje compartido.
Como dijo Rumi: “La herida es el lugar por donde la luz entra en ti”. Permitámonos ser iluminados por nuestras vulnerabilidades para encontrar el camino hacia una existencia más rica y plena. Al reconocer nuestra debilidad, encontramos la verdadera fortaleza.
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