La Rusia de Borís Yeltsin y Europa
¿CHICAGO AÑOS treinta? ¿La República de Weimar a punto de rendirse ante el nazismo? Un imperio, en cualquier caso, en descomposición, que aún no ha hallado su camino de regreso a las instancias de la geopolítica mundial.Algo de todo ello se da en la Rusia de Borís Yeltsin, donde el Estado soviético, torpe, ineficaz, pero magramente suficiente para que cada cosa estuviera en su sitio, se ha visto sucedido por un magma sin poderes, vástago del caos. Rusia pugna hoy de nuevo por ser, como en su primera emergencia en la escena mundial con ocasión de las guerras napoleónicas. Y de que esa reconstrucción se haga de una u otra manera depende en buena parte el futuro del continente europeo.
Esta situación de cuarteamiento del poder, que se refugia en capas a medida que se profundiza en las estructuras del nuevo Estado ruso, se expresa perfectamente en la incompatibilidad aparente de declaraciones y acciones de los mandatarios de Moscú. Mientras el ministro de Exteriores, Andréi Kozirev, anunciaba hace unas semanas el deseo de Moscú de negociar con la OTAN un estatuto de asociación, en su misma capital se le desmentía, asegurando que sólo la plena entrada en la organización sería aceptable, para días, horas después acabar resignándose al ingreso en la Asociación por la Paz, especie de catecumenado otánico en el que nada se promete al adherente, salvo que se le tendrá en cuenta el día que su ingreso sea viable.
La Rusia del presidente Yeltsin necesita la homologación política, la ayuda material de Occidente, y eso, que nadie ignora en Moscú, hace que a cada declaración de independencia política -el apoyo a Serbia, por ejemplo, en la crisis de los Balcanes- siga una claudicación ante los ofrecimientos mucho más modestos de la cooperación occidental.
Una visión optimista del fenómeno argumentaría que todo es una necesaria componenda de política interior, que mientras los representantes exteriores de Rusia pactan modestas soluciones de acoplamiento al sistema mundial, es preciso que Yeltsin o el primer ministro, Víktor Chenomirdin, aplaquen el sentimiento nacionalista con exhortaciones al paneslavismo más desaforado. Pero, probablemente, no es así, y nos hallemos ante una incapacidad de construcción del ideal. El magma es lo que hay, no el fracaso de una idea superior.
Pero de la misma forma que Rusia necesita a Occidente, la Unión Europea no puede construirse con un adversario, o incluso una incógnita gigantesca, ante su mismo umbral. Si se plantea algún tipo de acercamiento a la UE de los principales países de la Europa oriental, como Polonia, Hungría y los dos pedazos de lo que fue Checoslovaquia, igualmente habrá que incluir a Rusia en esos proyectos de futuro.
Europa no necesita elegir a caballos ganadores en la constelación política de Rusia, puesto que eso conllevaría un grave riesgo de personalización de las apuestas, sino, simplemente, recompensar al Estado por su deseo probado de integrarse en la Europa del futuro. Si encuentra una Europa que le sea útil, Rusia se europeizará.
La eterna querella entre occidentalistas y nacionalistas paneslavos se resolverá en favor de los primeros en la medida en que la UE sepa vencer todas las tentaciones de debilitar a Rusia cortándola de su hinterland político en Europa oriental. Los pasos dados hasta la fecha con la integración de Rusia en la Asociación por la Paz, aun no accediendo a todas las peticiones de Moscú, son positivos, pero cualquier movimiento que permita suponer a la clase política rusa que no se trata a su país como una primera potencia será un tremendo error.
Por todo ello, tanto Estados Unidos como la Unión harán bien en pensar que, igual en los Balcanes como en la ampliación de la Comunidad hacia el Este, todo lo que se haga a espaldas de Moscú hipoteca el futuro de una relación sin la que no será posible pensar Europa. Aquella, del Atlántico a los Urales, que vaticinó un día, hace más de 30 años, un profeta llamado Charles de Gaulle.
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