_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Aprendiendo (muy deprisa) en París

Félix de Azúa

Hay quien tiene a la torre Eiffel por la más perfecta expresión de la cultura parisiense. Otros, dotados de un horizonte espiritual más despejado y feudal, prefieren Notre-Dame. No faltan, sin embargo, aquellos que eligen un emblema natural, un rasgo grabado sobre la piel de París por el calígrafo cósmico, el río Sena. Si de mí dependiera, yo diría que nada hay tan esencialmente parisiense como el breve pero contundente aviso que adorna los vagones del metro. Dice así: "Toute personne est tenue d'obtempérer aux injoctions des agents de la RTP".La oración es perfectamente intraducible. Son precisos muchos siglos de educación laica y toneladas de alejandrinos perfectos para alcanzar tal grado de claridad. Les ofrezco la traducción más aproximada de que he sido capaz: "Toda persona es tenida de obtemperar a las inyucciones de los agentes de la RTP". La conminación, leída en correcto castellano, pierde mucho empaque y toda su autoridad, pero gana en inteligibilidad. Hasta en la más beocia de las lecturas es imposible no percatarse de que una ciudad dotada con semejante retórica ha de ser, sin la menor duda, una ciudad muy seria. Lo es.

El contraste con las ciudades españolas y sus ciudadanos es algo tremendo. Nosotros, los españoles, e incluso los catalanes, obtemperamos escasamente. Si un agente de nuestra red de transportes públicos nos inyucciona, todavía hay menos probabilidades de que obtemperemos. ¡Es casi imposible! Y sin embargo, aquí obtemperan. ¿Cómo lo han conseguido? ¿Cómo podríamos nosotros al canzar su civilizadísima capacidad de obtemperación?

De nuevo recurrimos a la memoria del lugar común y del tópico en busca de lo más característico, lo más jeroglífico, de la cultura parisiense. ¿Será el cancán? ¿El camembert y la baguette? ¿El acordeón? ¿La Marsellesa? Todo y ser éstos los elementos trascendentales de la identidad parisiense no nos parecen suficientes. No. El músculo. absoluto de la cultura parisiense lo tengo yo a dos pasos de mi casa, bajo los arcos del mercado de Saint Germain. Se trata de un vagabundo ataviado con hermosos harapos verdinegros, cubierto por una espesísima pelambrera cenicienta, que cada noche escucha su concierto de France Musique en la pequeña radio de baterías, lee unas cuantas páginas de Jacques Derrida, vacía dos garrafones de tinto argelino y se duerme como un niño. Éste es el emblema. Cuando una capital posee un parque de mendigos de este calibre, la nación entera ha de ser muy, pero que muy seria. Millones de ojos cultísimos contemplan, juzgan y censuran constantemente a sus representantes públicos. Aquí, los servidores del Estado no son sátrapas, son Ifigenias.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

No vayan a creer que exagero. Cada mañana tomo el autobús número 63 y bordeo el Sena desde la Asamblea Nacional hasta el puente de Alma. ¿Me fascina la imponente sucesión de obra civil, los soberbios muros del Louvre, la grácil estructura del Grand Palais, el femenino tacón de zapato de la torre Eiffel, las aguas potentes y opalinas del Sena? Lo niego categóricamente. Lo que me fascina y me impide observar el panorama es la variada lectura que consumen los usuarios del 63. Llevo cuenta de lo que voy viendo en cada jornada: 50 ciudadanos y ciudadanas flotan en el dorado silencio matutino camino de sus oficinas y empleos; todos, sin excepción, sumergidos en la lectura.

Debo decir que abunda más el ensayo que la novela. Casi todas las usuarias jóvenes leen tratados de filosofía, con una inequívoca inclinación hacia los nombres recientes, como Alain de Libera, cuyos estudios de filosofía medieval son muy apreciados por las muchachas. Los hombres suelen leer historia, en especial la concerniente a la dinastía de los Obrenovitch, debido a los acontecimientos recientes, pero también leen antropología. Sólo los ancianos leen novelas de Thomas Bernhard o teatro de Beckett. En una memorable ocasión choqué con dos ojos perdidos en una lejanía Opiácea y acéfala: era un colega mío, profesor de filosofía en Barcelona. Nos saludamos efusivamente y comentamos con voracidad los últimos estropicios del Barça.

La omnipresencia del libro en esta ciudad sólo es un síntoma del poderosísimo influjo que la lengua ejerce sobre sus sujetos. Es ella la que ha engrandecido a este país. El francés es una lengua tiránica, despótica y de temperamento esdrújulo, aunque disimulado bajo una música hipócritamente aguda. Los parisienses son el resultado de esta monstruosa confluencia: viven en la ciudad más civilizada del mundo, desde que Roma cayó en poder de los sicilianos, pero la habitan en una lengua que sólo alcanzaría su pleno sentido en Novosibirsk o en Pekín, ciudades puramente racionales, asfixiadas en un desierto de nieve o de polvo.

En consecuencia, doy razón a aquellos que consumen los días de su visita turística lejos de Notre-Dame, lejos del Louvre, lejos de las tragaperras para extranjeros, escuchando a las gentes y tomando buena nota de sus peculiaridades lingüísticas. Es cierto que hay muchos japoneses en las proximidades de Trocadero, etcétera. Cuidado: sólo son un señuelo. Los japoneses importantes se encuentran en los bulevares del hospital o de Sebastopol, en apartados barrios insulsos, apuntando conversaciones con gesto disimulado y eficaz. Nadie sabe aún el empleo que van a dar a esa labor, pero calculen ustedes el poderío imperial de Japón si de la noche a la mañana imitan el francés como han imitado todo lo demás. ¡El mundo será suyo!

A veces también yo me acerco a escuchar cuando veo a un japonés absorto en su tarea de espionaje. Anteayer, por ejemplo, el vendedor de periódicos que tiene su quiosco en la calle de Babilonia, cerca del Bon Marché (un lugar anodino), comentaba con un japonés la decadencia de la arquitectura mundial. Era un hombre con tendencia a la obesidad, jovial y barbudo como un socialista español. Señaló, decepcionado, un espléndido edificio de art déco que cae frente a su negocio y concluyó que la verdadera arquitectura se había acabado en 1550, con las últimas muestras de gótico civil borgoñón. Después, todo era decadencia. "¡Tristes tiempos los nuestros, señor mío!", añadió, mientras entregaba un ejemplar de la revista Actes de la Recherche, una de las más populares, al japonés. Aún tuve ocasión de ver el brillo triunfal que escapaba de sus ojos rasgados.

Yo sugiero, desde mi humilde condición de observador, que el Estado español disponga fondos para el estudio en plaza de la lengua francesa. Calculo yo que entre 100 o 200 espías culturales de ambos sexos serían suficientes. Apliquemos luego tercamente todos los catecismos de la lengua francesa a la propia, hasta hacernos igualmente civilizados y europeos.

O, todavía mejor, propongo que nos adelantemos a los japoneses y aprendamos en secreto y a toda prisa la lengua de Moliere, como suele llamarse. Así, sin previo aviso, un buen día nos presentamos en la ONU hablando en francés con toda naturalidad, ante el pasmo mundial. De ese modo, no sólo habríamos resuelto nuestros conflictos lingüísticos (lo que nos ahorraría un dinero), sino que, como resultado inmediato, obtemperaríamos a las inyucciones de nuestros agentes, fueran de la RTP o de cualquier otro cuerpo, como los franceses y los europeos en general. ¡Menudo país nos quedaría!

es escritor.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Félix de Azúa
Nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_