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¿La hora de Heseltine?

El equipo, de John Major cae en simas de imipopularidad sin precedentes en la historia de los Gobiemos británicos

Podría decirse que la mayor cualidad de, John, Major es el estoicismo. Esa aparente candidez con la que encaja las críticas más terribles, procedentes de las más variadas gargantas. En las tres últimas semanas ha tenido que oír de todo. Un compañero de partido ha reclamado su dimisión en plena Cámara de los Comunes, tras la aceptación por parte del Gobierno conservador del acuerdo de loanina (Grecia) sobre la ampliación de la Unión Europea; otro amable miembro de las filas conservadoras le ha comparado despectivamente con el "vino común", par a un país que, obviamente, merece ser dirigido por alguien homologable al mejor vino de marca, francés a ser posible. Y los votantes de Essex, cuyo apoyo a los conservadores fue decisivo para el triunfo electoral de hace dos años, le han recibido con notoria frialdad durante su reciente visita. A tanta demostración de desprecio, Major respondió con un alarde de carácter al rechazar el regalo de tres días de tregua ofrecido la semana pasada por el IRA. Y en una entrevista concedida al dominical The Mail on Sunday, en la que se defendía de sus críticos y aseguraba que seguiría buscando lo mejor para su país aunque a él le cueste apoyo popular, decía: "Les guste o no, no voy a cambiar". No obstante, admitía la pertinencia del cambio: "Debería decir más cosas de las que pienso de una forma más enérgica y ser menos cuidadoso".Con 51 años cumplidos y una fama, probablemente justificada, de bonhomía personal, Major no tiene demasiados motivos para celebrar con champaña el segundo aniversario de las elecciones de 1992. Esta vez la latente amenaza del lobo, que le persigue desde que recogió la abrasadora antorcha de líder conservador de manos de Margaret Thatcher, parece que va en serio. La última encuesta de Mor¡, publicada ayer por el diario The Times, no deja demasiado margen para el optimismo: en las elecciones europeas del 9 de junio, los tories no conseguirán más que 15 escaños, frente a los 66 de la oposición laborista. En otra encuesta de Gallup publicada la semana pasada, el pueblo británico coloca al actual, Gobierno conservador en el puesto más bajo de popularidad de la historia reciente. Un nivel de estima inferior al demostrado en las islas hacia cualquier otro equipo de Gobierno, desde que Gallup empezó a hacer encuestas en el Reino Unido, en 1930. Demasiado para cualquier político. Ya muy pocos confían en los conservadores. Sólo en temas relacionados con la defensa nacional, los tories siguen ofreciendo un poquito más de garantía a los electores que sus adversarios laboristas. En lo demás: desde lo referente a los impuestos, recuperación económica, seguridad o huelgas, los ciudadanos de a pie se fían más de la capacidad de los laboristas.

La única buena noticia para el primer, ministro, dentro de lo que cabe, es saber que despierta en la opinión pública el mismo limitado entusiasmo que despertaba al principio de su mandato. No ha habido variaciones apreciables a la baja, mientras que su Gobierno ha caído en picado a una velocidad vertiginosa.

El beneficiario

Sólo el ministro de Industria, Michael Heseltine, elegante y buen orador, parece beneficiarse de un pequeño margen de confianza. Apartado temporalmente de la política por un infarto sufrido él año pasado, Heseltine ha tenido una triunfal rentreé.

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Ha conseguido desmarcarse del resto del Gobierno en el espinoso asunto de la venta de armas a Irak y durante la conferencia regional del Partido Conservador en Plymouth, celebrado a finales de marzo, volvió a encandilar con sus dotes oratorias.

Lo peor de Heseltine, considerado por sus compañeros como un hombre más brillante y carismático que Major, es ese tono de hipocresía con el que, de tanto en tanto, acostumbra defender el liderazgo de Major, ante los compañeros de partido, o en cualquiera de sus intervenciones en radio o televisión.

Cierto que tampoco goza de las simpatías de lady Thatcher, pero tampoco hay que olvidar que los conservadores se enfrentan a una situación desesperada. Si las últimas encuestas se acercan mínimamente a la verdad, con un 51 % de británicos susceptibles de votar al Partido Laborista en 1996, está claro que los días de Major pueden estar contados y habría llegado, por fin, la hora de Michael Heseltine.

Silenciar, a los rebeldes

No todo va mal para los conservadores después de este largo periodo de 15-años ininterrumpidos al frente del Gobierno británico. En medio de la vorágine perdedora, al menos las finanzas del partido han alcanzado por primera vez este año un superávit de dos millones de libras (más de 400 millones de pesetas), lo que permitirá reducir un poco el déficit de más de 3.800 millones de pesetas que arrastran desde hace tiempo. Normán Fowler, presidente de los conservadores, ha declarado al respecto que él partido, al fin, "ha superado lo peor" en lo que a los problemas económicos se refiere.Dada la crucial importancia de hacer un papel al menos discreto en los próximos comicios importantes a los que concurren, se comprende que los conservadores estén dispuestos a echar la casa por la ventana. Fowler asegura que el partido está decidido a reconstruir su imagen con vistas a las elecciones locales de mayo y las europeas de junio.

Para ello ha reclamado silencio a los tories que no paran de manifestar su desconfianza hacia John Major.

Según el presidente conservador, los rebeldes, entre los que destacan por su elocuencia descalificadora los parlamentarios Tony Marlowe, John Carlisle y Nicholas Fairbairn, no representan el punto de vista del Partido Conservador ni en el Parlamento ni en el conjunto del país.

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