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La intervención humanitaria, ¿derecho o deber?

Uno de los objetivos de la Unión Europea consiste en optimizar la respuesta de Europa a los nuevos retos humanitarios. Nuevos retos, en efecto, pues desde el final de la guerra fría las situaciones de emergencia han aumentado considerablemente y golpean hoy a millones de personas en todo el mundo, incrementándose al mismo tiempo su amplitud, su duración y su complejidad.Ante esta explosión de las necesidades de asistencia humanitaria, la comunidad internacional intenta día a día responder con rapidez y eficacia, expresando así su solidaridad con las poblaciones afectadas.

En este contexto, en 1992, la Comisión Europea creó, a mi iniciativa, la Oficina Humanitaria de la Comunidad Económica Europea (ECHO). Sólo en 1993, la Comisión Europea financió ayudas humanitarias y alimentarías, en el sentido amplio del término, por valor de unos 1.300 millones de ecus (dos billones de pesetas), y ello en decenas de países sin discriminación alguna. La Unión Europea y sus Estados miembros son, con gran diferencia, el primer donante mundial, ya sea en la antigua Yugoslavia, Rusia, África, América Central o Asia.

Pero una cosa es decidir la forma y el volumen de la ayuda y otra muy distinta es conseguir hacerla llegar a sus destinatarios en un contexto de guerra civil. En este punto, acontecimientos de fondo han modificado de forma sustancial el planteamiento de la cuestión humanitaria,

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En efecto, en los últimos años el acceso a las víctimas se ha convertido en un problema tan agudo que han llegado a producirse situaciones de bloqueo total, que requieren respuestas innovadoras. En este contexto se ha desarrollado en los últimos años el concepto de "derecho de injerencia" o derecho a la intervención.

La situación geopolítica mundial se caracteriza actualmente por una desestabilización derivada de la desaparición del enfrentamiento entre los dos bloques ideológicos, que apoyaban estratégicamente a numerosos países en desarrollo. Muchos de esos países, dejados a su suerte, convierten en ficción la construcción de su sistema institucional o político para regresar a sus viejas inquinas, internas o entre Estados, y a la vieja cuestión, tantas veces dolorosa, de las minorías.

Sacudida a diario por los medios de comunicación, la opinión pública. reacciona de manera emotiva, apoyando en general las acciones humanitarias de las organizaciones no gubernamentales, y ejerciendo también presión sobre sus dirigentes políticos para que busquen soluciones en el plano nacional o internacional. El ejemplo de Yugoslavia es, en este sentido, paradigmático.

Ante esta conjunción de factores se ha visto paulatinamente que es necesaria una respuesta internacional más vigorosa, para poner en marcha una acción humanitaria gubernamental que completase la actuación sobre el terreno de las organizaciones humanitarias no gubernamentales.

Si la comunidad intemacional está llamada a reaccionar, a intervenir, ¿cómo puede hacerlo, y sobre qué bases? La respuesta no es fácil.

¿Resulta tan claro, en la práctica de las relaciones internacionales, entrometerse en los asuntos internos de un Estado, aunque sea en nombre de los derechos humanos, para pasar a la acción colectiva?

¿Siguen siendo representantes del Estado, en el sentido pleno de la palabra, las bandas armadas que se arrogan el poder, que derriban a dirigentes democráticamente elegidos, que se convierten en criminales de guerra responsables de genocidio? ¿Y qué hacer cuando, además, los interlocutores cambian todos los días, al hilo de los combates? La respuesta a estos nuevos interrogantes no es fácil y, desde luego, no se encuentra aún en la práctica ni en la teoría del derecho internacional.

Los textos jurídicos existentes prevén ciertos mecanismos de protección de la sociedad civil (Convenio de Ginebra de 1949 y protocolos adicionales de 1977); han sido firmados por la práctica totalidad de las naciones del mundo, sin que sus principios tengan por ello fuerza de ley en la realidad de los hechos. Por mi parte, creo que actualmente ya no constituyen una respuesta adecuada ni suficiente a las realidades de la "posguerra fría", aunque recientemente se haya empezado a poner directamente en cuestión la noción de soberanía nacional apoyándose en la noción de "amenaza a la paz y a la seguridad internacional".

Frente al aumento de la inseguridad para el personal humanitario, y ante la magnitud de las necesidades de coordinación y de medios logísticos, necesidades que superan a las organizaciones humanitarias no gubernamentales, en determinados casos resulta inevitable el recurso a la intervención militar.

A veces resulta indispensable hacer entender a los dirigentes de Estados que violan abiertamente los principios humanitarios, que no se pueden pisotear de este modo ni el derecho internacional ni la comunidad internacional que garantiza su aplicación.

Pero, al mismo tiempo, el recurso a las fuerzas armadas en el marco de intervenciones humanitarias pone de relieve el problema del deslizamiento de la acción humanitaria de socorro hacia el mantenimiento de la paz, y plantea no pocos problemas.

¿Cuál es la frontera entre los papeles respectivos de los Estados interventores y de las organizaciones humanitarias, siendo así que el papel del Estado está vinculado al respeto del derecho, mientras el de las organizaciones humanitarias lo está al socorro a las víctimas, sin distinción alguna?

¿Hasta dónde pueden las organizaciones humanitarias, por sí solas, cumplir su misión? Temen, sin duda, que se atente contra sus principios fundamentales de imparcialidad y de independencia, principios que, en condiciones normales y en los tiempos de la guerra fría, les permitieron actuar y dar testimonio en todas partes.

Antes, el papel de las Naciones Unidas se limitaba a interponerse entre los beligerantes, y luego a preservar el alto el fuego mediante la disuasión, a mantener la paz. Actualmente, la lista de tareas de la ONU se ha ampliado notablemente, y comprende la restauración del orden público, mediante el desarme de las facciones responsables de conflictos, y el apoyo a la distribución de la ayuda alimentaria mediante la escolta de los convoyes humanitarios.

No obstante, en esta epidemia de conflictos, los cascos azules no pueden intervenir en todos los lugares en los que existe emergencia, y se comprueban los límites de su ac-

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ción: la Operación Restore Hope ha puesto de relieve la insuficiencia de los medios militares de las Naciones Unidas y las dificultades de coordinación entre los distintos protagonistas sobre el terreno.

Pero hay que lamentar también la pesadez del proceso de decisiones de la ONU y la lentitud del despliegue de tropas. Es cierto que desde 1989 las Naciones Unidas han puesto en marcha tantas operaciones como en los 40 años anteriores, y es muy posible que se esté pidiendo demasiado a la estructura actual de la ONU, que desde la guerra del Golfo se ha convertido en "gendarme del mundo". Además, el carácter voluntario de las contribuciones militares de los Estados limita el número de cascos azules que pueden enviarse a los escenarios de conflictos.

Algunos Estados justifican su prudencia a la hora de comprometer mayores medios militares alegando los riesgos de una escalada de la violencia, lo que muestra lo difícil que es conciliar acción política, acción militar y acción humanitaria.

Por otra parte, la opinión pública es, sin duda, favorable al envío de ayuda humanitaria, pero acepta con dificultad las pérdidas de vidas de conciudadanos en conflictos a veces muy distantes. Todo el mundo se emociona ante una tragedia humanitaria, pero ¿estamos dispuestos a ver morir a nuestros compatriotas para frenar las ambiciones territoriales de uno de los cada día más numerosos "señores de la guerra" en países lejanos? Resulta sintomático, aunque perfectamente comprensible, constatar la emoción y los traumas que provoca en la opinión pública la muerte de un casco azul de su propia nacionalidad en medio de un conflicto que cada día causa centenares de muertos.

El respeto a la voluntad política gubernamental de comprometer más o menos abiertamente a medios militares obliga a un consenso entre los países potencialmente interventores, dado el deseo legítimo de cada nación de preservar, por una parte, sus relaciones bilaterales, y, por otra, la vida de sus soldados. Si intervenir en un Estado política o económicamente debilitado resulta relativamente fácil, ¿qué ocurre frente a un Estado militarmente fuerte?

Son muchas las esperanzas depositadas en el nuevo papel de mantenimiento de la paz por parte de las fuerzas armadas. Pero las negociaciones de paz pueden verse en peligro si la población socorrida ve la intervención militar como una agresión exterior. Una intervención militar poco respetuosa con el contexto local, sin proporción con las necesidades de protección, que no dé oportunidades a la negociación política, puede fácilmente despertar sentimientos contrarios. Somalia es la prueba.

Otra cuestión. ¿Podemos contemplar las sucesivas retiradas de altos mandos militares en la antigua Yugoslavia sin interrogamos sobre la ambigüedad de su mandato? La frustración de las tropas que actúan en el terreno de operaciones es casi siempre fruto de la complejidad de su misión, de la imprecisión de las órdenes y de la falta de medios. Que tres generales de la talla de Morillon, Briquemont y Cot se hayan considerado incompatibles con el sistema de las Naciones Unidas nos debe hacer reflexionar.

Por último, intervenir es una cosa y otra muy distinta decidir el momento de retirarse. Una retirada prematura deja a las víctimas con sensación de abandono. Una presencia demasiado larga es sinónimo de impotencia.

Para evitar el riesgo de confusión entre la acción humanitaria y la acción militar es preciso encontrar un equilibrio entre las acciones políticas del tipo peace building, las operaciones de "mantenimiento de la paz", orientadas a erradicar las fuentes de conflicto, y las respuestas a los sufrimientos de las víctimas mediante la acción humanitaria.

La comunidad internacional, y especialmente la Unión Europea, tiene que decidir correctamente dónde intervenir, cuándo intervenir y cuándo retirarse. Pero no existe la solución "correcta", y por ello es necesario valorar con mayor cuidado que nunca lo que se juega en las intervenciones militares y definir con la mayor precisión posible el mandato de las fuerzas llamadas a poner en práctica las resoluciones de la ONU, dándoles medios de acción dignos de este nombre. Al mismo tiempo, es preciso concienciar las opiniones públicas de los países interventores sobre las implicaciones y los costes en vidas humanas de una intervención con fines humanitarios.

La Unión Europea ha sido hasta ahora incapaz de aportar una solución coherente y satisfactoria ante el drama del conflicto yugoslavo, que constituye, en mi opinión, la página más triste y humillante de la historia de la construcción europea. Pero la credibilidad de la acción internacional de la Unión Europea en los próximos años dependerá precisamente, en gran medida, de su capacidad para dar una respuesta justa y eficaz a estos dos grandes problemas: la ayuda humanitaria y la necesidad de asegurar el acceso a las víctimas.

Por su parte, la Comisión Europea, en el estricto marco de sus competencias, que, recordémoslo, se limitan exclusivamente al ámbito humanitario, seguirá haciendo cuanto esté en sus manos para contribuir al esfuerzo de solidaridad de los ciudadanos de la Unión. También la Comisión ha tenido que hacer un esfuerzo de imaginación para adaptarse a la complejidad del "nuevo desorden internacional": hemos financiado en parte la presencia de los cascos azules belgas en Somalia con fondos destinados en principio a proyectos "clásicos" de cooperación al desarrollo. Es una prueba de que el auténtico problema actual de la acción humanitaria no es el suministro o la disponibilidad de la ayuda, sino el poder garantizar el acceso a las víctimas.

Manuel Marín en calidad de vicepresidente primero de la Comisión Europea, es responsable de las políticas de cooperación al desarrollo y ayuda humanitaria.

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