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Aldecoa, un héroe

Veinticinco años se cumplirán en este 1994 de la muerte de Ignacio Aldecoa. Contaba sólo 44 cuando murió del corazón y de los otros frutos amargos que tan bien supo recoger en su obra. Esculpió, modeló, labré Aldecoa el idioma con la pasión del enamorado del sonido, el color, el olor, el sabor de las palabras. Vasco de Vitoria, en él se cumplió asimismo esa ley de lealtad a la lengua de Castilla en que la periferia peninsular ha sido pródiga: Unamuno, Baroja o Azorín entre los vascos; Barral, Marsé o Mendoza entre los catalanes; Valle, Cela o Torrente entre los gallegos, por sólo citar nombres contemporáneos.Cabe pensar. que éste será año de conmemoraciones aldecoanas, aunque la de ser leído es la más alta que un escritor puede merecer. Los cuentos de Aldecoa -muchos de ellos perdurables, tanto que quizá su autor tenga derecho a ser considerado el mejor cuentista español del siglo- se siguen hoy leyendo y existen recopilaciones o antologías al alcance de todos, aunque desnortados profesores hay que encuentran antiguo su estilo para los adolescentes de ahora y los sustituyen por pálidas narraciones verbalistas o traducidas del inglés.

Sus novelas, en cambio, se leen menos, pero el ritmo discreto de las reediciones permite conjeturar la existencia de unas minorías inteligentes y fieles al escritor, que ya las tuvo en vida. Tales novelas (El fulgor y la sangre, Con el viento solano, Gran Sol, Parte de una historia) figuran entre las mejores del siglo en castellano, porque en ellas su autor supo erigir visiones tan ásperas como entrañables de nuestra realidad, y las tejió en un estilo milagroso y las ajustó en construcciones de pasmosa precisión. Son relatos de una España ya derogada en algunos aspectos, pero que continúan estando vivos por el cálido aliento de solidaridad, de fraternidad con quienes sufren la historia, que los traspasa. Por eso, lejos de todo sectarismo, el gran narrador trazó la épica humilde de los guardias civiles (El fulgor y la sangre), cuando el discurso oficial de la izquierda, a la que él, por lo demás, pertenecía, se sometía a las tradicionales mitologías represivas. Aldecoa representa hoy un ejemplo a seguir en cuanto a la posibilidad de escribir una literatura crítica sin mengua de la calidad estética.

La vigencia de su obra es en este aspecto evidente. Mucho más evidente hoy que hace algunos años, cuando estaban de moda el esteticismo virulento y el antirrealismo militante. El equilibrio con que el escritor auné la crítica, rigurosa de la realidad y la diamantina voluntad de forma constituye una lección y una incitación. Algunos de los más claros narradores españoles de la hora actual -Juan Marsé, Luis Mateo Díez, Antonio Muñoz Molina- están en el camino qué con tanta decisión transitó el maestro. El autor de El fulgor y la sangre representa las mejores virtualidades del realismo, una corriente que no puede quedar arrumbada en los desvanes del compromiso sartriano ni en los albañales de los escribidores que confundieron la literatura con la hoja parroquial de san VIadimiro Ulianov.

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Voluntad de forma hubo en Aldecoa, y con ella, nutriéndola, empapándola, irrigándola, hubo también un poderoso, insistente amor al idioma. Quizá ningún escritor de su generación lo aventaja en este aspecto. Su vocación de orfebre verbal, de artífice sapiente y delicado, obliga a pensar en Valle-Inclán, a quien tanto admiraba y a quien siguió también en el arduo oficio de sacrificarlo todo por la palabra: el éxito fácil, la vanagloria fraudulenta, el engañoso bienestar. Se lo jugó todo a la carta del lenguaje trabajado, cuidado, atendido hasta en los menores detalles. Cierto, todos los escritores deben amar la lengua en que escriben; sin un mínimo de amor no es posible el lenguaje artístico. Pero no todos lo aman con la pasión obstinada, minuciosa, caudalosa que desplegó Aldecoa, como antes Valle o Gabriel Miró. No se trata de dividir a los escritores en formalistas y contenutistas, que sería una arriesgada división, sino de ponderar un especial fervor por el idioma.

Al hilo de estos 25 años de ausencia de Aldecoa, quiero destacar este, perfil luminoso de su figura y de su obra. Corren tiempos de maltrato, de desprecio hostil y plebeyo hacia la lengua. Algunos pretenden arreglarlo mediante el celo pugnaz y escrupuloso, y es noble, quién lo duda, el propósito que los anima. Ya son más problemáticos los medios que a veces emplean para tal fin, cuando se convierten en aguerridos cruzados del buen uso idiomático, que, llegada la ocasión, dejan caer sobre los cenagosos infractores, a modo de mandobles, la furiosa lluvia de sus descalificaciones y dicterios más allá de todo amor por el lenguaje, que custodian con la discutible eficiencia que lo policiaco tiene en este orden de valores.

Escritores como Aldecoa, o como Valle y Miró (o como Azorín y Ortega), enseñan a amar, a estimar y a usar la lengua propia con una eficacia que no alcanzan, ni de lejos, los avinagrados censores policiales. Pues bien, ahí está la obra de Aldecoa resistiendo el paso de los años con el frescor de las creaciones genuinas. Vivió él tiempos aún más arduos que éstos para la literatura, sin libertad de expresión ni adecuadas expectativas para un narrador de su talento. Y, sin embargo, no hubo de su parte la menor concesión, la menor muestra de debilidad. Él era lo que era, y lo sabía. Fue libre, exigente, arisco, altivo, justamente altivo, en su independencia de escritor. En Ignacio Aldecoa se encarnó el héroe tal como lo entendía Juan Ramón Jiménez, es decir, quien se dedica a tareas científicas o artísticas sobreponiéndose a todas las adversidades. Es una de las pocas acepciones decentes que puede tener el heroísmo en una edad tan escasamente heroica como la que nos ha tocado en suerte.

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