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Tribuna
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Estrella

Rosa Montero

Siempre que llegan las Navidades me acuerdo del Sputnik. El Sputnik, era una bola metálica de 84 kilos de peso que los soviéticos lanzaron a la estratosfera en 1957, inaugurando así la Era Espacial. Fue el primer objeto manufacturado que orbitó la Tierra. Durante un par de meses, casi todos los habitantes del planeta se pasaron las noches escudriñando el cielo para ver esa asombrosa estrella creada por el ser humano. Como yo era por entonces muy chica, sólo pude ver el portento en Nochebuena, que era una de las pocas ocasiones en las que se permitía trasnochar a una niña pequeña.Supongo que íbamos o volvíamos de la gran cena familiar en casa de los abuelos, hoy todos muertos. La calle estaba oscura, sumida en el embrujo de la noche y espolvoreada aquí y allá por el brillo de la escarcha. Entonces sucedió: mis padres se pararon y señalaron el cielo; y los demás peatones, las demás familias, todos los innumerables padres que llenaban la calle aquella Nochebuena, se detuvieron también, miraron hacia el cielo y señalaron. Y allí estaba, en efecto, arriba del todo, en el arco luminoso y frío del aire más remoto, un mágico puntito de luz andando muy deprisa a través de la noche de diciembre y de mi memoria.

Siempre que llegan las Navidades me acuerdo del Sputnik y de aquella temprana percepción de la inmensidad del mundo y de su hermosura. Luego, en el tiempo incalculable que media entre la infancia primera y la edad adulta, pude aprender, como aprendemos todos, que a menudo el mundo es pequeño y sombrío. Pero ahora, en estas fechas de celebraciones, ahora que el fin del año nos ofrece un recuento de pesares y horrores -Yugoslavia, el paro, el hambre mundial, el terrorismo-, he sentido la necesidad de recordar que la maravilla y la belleza también existen.

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