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Tribuna:PIEDRA DE TOQUE
Tribuna
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Una visita a Azorín

Mario Vargas Llosa

José Payá Bemabé es todavía joven pero, a tenor de lo que conoce del caballero José Martínez Ruiz, por cuya Casa-Museo de Monóvar, biblioteca y papeles vela con mano firme, parece antiquísimo. Es grueso y ágil, de traje entallado y unos anteojos. submarinos detrás de los cuales acechan unas pupilas que se pasean sobre las montañas de libros y documentos con la seguridad del pastor avezado al que nunca se le escapa una oveja. Un vistazo le basta y desentierra la carta aquella de Rubén Darío que está citando de memoria, al mismo tiempo que su mano libre, como al descuido, localiza, ase y exhibe en un solo movimiento triunfal el folleto Charivari, de 1987, por el que acabo de preguntarle. Se diría que no sólo se ha leído, también rnemorizado, todo lo que hay aquí.Afuera de la maciza casa de piedra con balcones y cancela de hierro, a la que se asocian más de treinta años de la vida de Azorín, arde un sol de espanto que amenaza con incendiar el pueblo levantino y abrasar los limoneros y las barras de contorno y convertimos en llamas a sus visitantes. Mis acompañantes sudan la gota gorda y están a punto de desplomarse, deshidratados y exhaustos. Pero José Payá Bemabé sigue, incansable, mostrando repisas y sillones, explicando cuadros, desvelando antiguallas, glosando cartas, señalando bastones y, chisteras ("su famoso paraguas rojo se perdió o, acaso, nunca existió") y yo, fiel y próximo corno su sombra, no pierdo sílaba de lo que dice. Practico el fetichismo literario y, de los autores que admiro, no sólo olisquearía libros y manuscritos; también sábanas, cuentas de lavandería, corbatas, y me gustaría enterarme de todos sus pecados mortales y veniales y hasta coleccionaría sus huesos.

Hace años que quería visitar la Casa-Museo de Azorín, y debo decir que su director ha hecho todo lo necesario para que el devoto que sube hasta aquí salga colmado de satisfacción. Una de sus hazañas consiste en haber detectado los modelos de algunas descripciones de objetos que aparecen en textos de Azorín. El visitante suele cotejar lo que éste describió con el objeto que tuvo ante su vista o en la memoria en el momento de escribir: una alacena del comedor familiar, grabados que ornaban las paredes de la casa de su infancia, imágenes religiosas de las que su madre era devota. La comparación es enormemente instructiva sobre el método de trabajo de ese descriptor maniático del mundo objetivo que fue Azorín. Un método realista a más no poder, por lo menos en la puntillosa información que recababa, a veces, sobre detalles insignificantes del paisaje doméstico, escribiendo desde Madrid apremiantes cartas a su hermano Amancio (José Payá Bemabé hace un pase mágico y me pone tres de ellas bajo los ojos) como si de especificar que los tableros de ese mueble eran de caoba y no de nogal dependiese el éxito o el fracaso artístico de la descripción.

No dependía para nada de ello, desde luego. Pero la sensación de reproducir escrupulosamente lo existente, de no añadir ni quitar nada al inundo exterior, daba a Azorín, como se la daba a Flaubert, medio siglo antes, esa seguridad que es el mayor mérito de su estilo. Un estilo que parece resultar de una fusión completa, semejante a la aleación de oxígeno e hidrógeno en el agua, entre la palabra y el objeto. Nombrar con exactitud, precisar hasta la obsesión, encarnizarse en el dato de apariencia trivial, insistir en lo más superfluo y perecedero de los atributos de la realidad, era una manera de reaccionar contra la visión heroica y la predisposición hacia lo grandioso de los románticos, contra estos estilos cargados de pasiones y fantasías que enturbiaban el mundo real y desaparecían lo vivido bajo la pura invención.

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Y, de otro lado, aunque más oscuramente, aquel empeño de documentar el mundo material con las palabras, sin alterarlo en una coma, era para Azorín una manera sutil de enfrentarse a otro enemigo, más misterioso y avasallador que las ampulosidades retóricas de los románticos: el tiempo. Es decir, de luchar contra la muerte, escapando de la condición humana, abocada al perecimiento, y transmigrando a la terca realidad de las cosas, a esa materia inerte, más dura y resistente a la usura y la extinción que el ser viviente.

El realismo de Azorín, como el de cualquier otro de esos escritores a los que llamamos realistas, es una mera superchería. Porque, como dijo Gabriel Ferrater, no se puede confundir los horrores del infierno con la música de la terza rima dantesca. Toda literatura es una versión -posible o imposible- del mundo, pero nunca una estricta réplica, su copia o duplicación. Sin embargo, "el pequeño filósofo" de Monóvar escribió su vastísima obra animado por una pretensión de esta índole -hacer un censo estilístico de lo existente, dejar un catastro literario de la realidad- y, aunque no pudo materializar esta modesta utopía, consiguió en el camino algo muchísimo más importante: crear uno de los estilos más originales e inconfundibles de la lengua castellana.

La Empieza del aire y lo diáfano del cielo en esta mañana del verano levantino son buenos símiles para la prosa de Azorín, en la que también, como ahora en Monóvar, todo aparece nítido, recién bañado, transparente, inmóvil y aquejado de eternidad. Para comunicar esta ilusión de realismo, en sus grandes crónicas, evocaciones y notas de viaje (como en esa obra maestra de 1909 que es España: hombres y paisajes), las palabras se incrustan en los objetos, se hunden en ellos y parecen revelarlos desde adentro, nombrándolos con precisión y sobriedad matemáticas, sin vacilar ni equivocarse jamás, a la vez que quien escribe permanece tan quieto y neutral, tan invisible, que se diría no existe, que lo que va escribiendo se escribe por sí mismo.

Para ser más fiel al mundo, para observar y describir mejor lo que ya existe, Azorín renunció a inventar, a fantasear, a volcar en sus textos esos fondos de locura y delirio que son, para otros escritores, la privilegiada materia prima de la creación literaria. Por eso, cuando intentó los géneros explícitamente creativos, como la novela y el teatro, no llegó nunca a ser genial, sólo curioso e interesante (y, en lo que atañe a la narrativa, premonitorio, pues hizo novela objetalista medio siglo antes que Robbe-Grillet). En cambio, en los géneros menores, aquellos en los que supuestamente en vez de inventar se trataba de someterse a la servidumbre de la realidad, de transcribir viñetas del mundo tal como es, el artículo y el reportaje periodístico, la reseña de libros, la crónica de viaje, el comentario de actualidad -un debate en el Congreso, la inauguración de una estación, el estreno de una peficula-, fue un verdadero revolucionario, alguien que transformó la información, el texto para el diario o la revista, en una rama de la literatura creativa, en una forma de expresión no menos rigurosa y artística que la gran novela o la mejor poesía.

La célebre frase acuñada por Ortega para definirlo -"primores de lo vulgar"- extracta con luminosidad esa propensión invencible de Azorín a fijarse en lo más transitivo y efímero, a observar hechizado y enternecido lo que a los demás parece banal y deleznable, y a escribir con enorme respeto sobre los pequeños seres y objetos indiferenciables de este mundo, como si ellos también estuvieran dotados de una dignidad esencial. En verdad no lo estaban, pero la magia azoriniana se las confirió y ahora, por lo menos en sus libros, ya nadie podría arrebatársela: en su mundo, un ramito de tomillo, una alcuza o un trozo de esparto destellan con la grandeza que, en los de otros, las batallas o los castillos.

Pero hay otra vulgaridad, no temática ni anecdótica, sino formal, de género, de medio de expresión artística, que Azorín enriqueció también, tratándola con el cuidado y la elegancia que el común de los escritores reservan para los géneros nobles y volcando en ella toda la conside-

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Copyright Mario Vargas Llosa 1993. Copyright Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PAÍS, SA, 1993.

Una visita a Azorín

Viene de la página anteriorración y sensibilidad que lo habitaban: la del periodismo. Gracias a él, ese emblema de la caducidad veloz, de lo perecible y la improvisación que es el artículo periodístico, adquirió la misma permanencia rotunda, granítica e inmemorial de las viejecillas de luto, las fondas oscuras, los caminos polvorientos y las casonas cargadas de historia que describió en su viaje por La Mancha, siguiendo La ruta de Don Quijote, maravilla de libro que nos cuesta creer que fuera escrito a vuela pluma, por un reporter que cumplía una comisión del diario donde trabajaba.

El presente del indicativo es el tiempo azoriniano por antonomasia, un tiempo eterno, en el que hombres y cosas no fueron ni serán, sino son, siempre idénticos, sin pasado y sin mañana, como fotografías. Presencias quietas, de pulida y elegante superficie, y de insondables profundidades, que sólo alcanzamos a entrever o, más bien, a adivinar, pues ese descriptor pertinaz de lo exterior no se asoma nunca a ellas, como si todo lo que no forma parte del mundo físico lo ahuyentara. Pero en esas siluetas semipetrificadas hay sin embargo una delicadeza interior que transparece y ablanda su rigidez, un hálito suave y fino que las envuelve, una discreta espiritualidad soterrada que pugna por asomar y demostramos que están vivas. Mundo sin tiempo y también sin sexo -porque el de Azorín es, con el de Borges, el más casto de los que se hayan creado en nuestra lengua-, sin grandes ideas ni arrebatos emocionales, pero sensible, sutil y bello como muy pocos otros, su coherencia y poder contagioso son tan grandes que consigue, incluso, en un alarde de maquiavélica modestia, persuadirnos de que él no es él sino un mero reflejo, una proyección fidedigna del mundo real. Pero no es así porque el mundo en el que vivimos carece de esa perfección sin cesuras, de ese orden minucioso, de esa armonía y elegancia que caracterizan al suyo, y está haciéndose y deshaciéndose sin cesar, en tanto que el que él inventó "permanece y dura". El realismo de Azorín es una de las ficciones -una de las irrealidades- más logradas de nuestra literatura.

Lo leí por primera vez en el último año de la secundaria y desde entonces siempre lo he estado leyendo o releyendo, con una admiración que se renueva cada vez. Creo entender las razones por las que vuelvo siempre sobre un puñado de autores, pero mi devoción por Azorín me intriga, porque en muchos sentidos -en su manera de ser y de ver el mundo, en lo que le gustaba y disgustaba, en sus modelos, en sus fobias- creo estar bastante lejos de él y, acaso, en sus antípodas. Tal vez la explicación esté en la fatídica ley de atracción de los contrarios. Pero lo cierto es que sus libros me interesan siempre y a menudo me encantan y emocionan. Como me ha emocionado revolotear en este par de horas por los cuartos en los que habitó, tocar los libros que leyó -espiando los elogios y reprobaciones que puso en los márgenes-, y sentarme ante la mesita de juguete en la que escribía.

"Monóvar tenía 11.000 habitantes la última vez que Azorín estuvo aquí, en 1930", dice el infalible José Payá Bernabé, el momento de despedirnos. "Y ahora, en 1993, tiene todavía 11.000". Una ciudad azoriniana, qué duda cabe.

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