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Madrid no tiene tratado de extradición

Juan José Millás

Salí temprano a comprar el periódico y vi que todos los coches aparcados en mi calle tenían los cristeles rotos. La acera estaba sembrada de esquirlas que parecían diamantes o viruta de hielo. La gente andaba de aquí para allá clamando venganza en voz baja: no creían en lo que pedían, pero el deseo de que se les diera alguna satisfacción por aquel agravio continuaba actuando en ellos en plan fantasma, como esas piernas que después de amputadas continúan doliendo. O sea, que el agravio les dolía, pero sabían que ya no era suyo, de ahí sus lamentos atenuados.-¿Por qué se enfada tan poco la gente? -pregunté a un vecino.

-No sé, están todos como cansados. Además, quién nos dice que no han sido nuestros hijos los que han hecho este destrozo. O nosotros mismos; yo, hay días en que cogería un bate de beisbol y me liaría a golpes con mi coche. Y eso que es nuevo.

Algunos de los automóviles tenían dentro ladrillos cogidos de una obra municipal cercana que está paralizada desde hace un año o más. Me parece que iba a ser un centro social, pero lo social está perdiendo sentido en estos momentos en que la suma de los individuos ya no arroja resultados corporativos. El cuerpo social empieza a ser un conjunto de astillas desprovisto de un sistema nervioso capaz de someterlo a unidad. Ni las empresas, que hasta hace poco disfrutaban tanto cuando las llamadas corporaciones, son propiamente un cuerpo.

Bueno, algunas continúan teniendo cuerpo, pero se trata del cuerpo del delito. Las Torres de KIO, por ejemplo, que se alzan como un costillar del que cada día se desprende algún pedazo de carne putrefacta, sugieren una culpa inmensa, aunque debe tratarse de una culpa teológica, es decir, de un pecado, porque no sabemos de nadie que haya ido a la cárcel por esa infracción, aunque a lo mejor más de uno está rezando tres avemarías y un padre nuestro para lavar la conciencia. De ese modo se pagan las culpas teológicas.

Otro cuerpo del delito del que nos estamos enterando, minuciosamente gracias a este suplemento es el de un empresario que a ratos se llama José Luis Pinto Fontán y a ratos José Luis Gómez Pinto-Fontán; últimamente ha cambiado el guión de sitio y se ha quedado en José Luis Gómez-Pinto Fontán. Es el promotor de empresas como Nuevo Versalles o Villa Fontana, y parece que, además de haber dejado innumerables deudas con cada una de sus identidades, ha abandonado urbanizaciones enteras a medio construir que luego han tenido que dinamitar las autoridades. La dinamita la hemos pagado entre usted y yo. Este señor es un experto en ciudades dormitorios, porque fue de los primeros en advertir que la única necesidad seria de los trabajadores, además de trabajar, es la de dormir. Unos cuantos polacos se murieron incendiados mientras dormían en una de sus casas.

Bueno, pues parece que la culpa de este señor también debe ser teológica, porque vive a cuerpo de rey en un chalé de Somosaguas valorado en varios cientos de millones, mientras que los cuerpos del delito dejados detrás de él como las cagadas del que huye, se yerguen esqueléticamente orgullosos por las zonas más necesitadas de la periferia de Madrid. El Dioni se equivocó al huir de Brasil. Brasil es Madrid; lo único que tienes que hacer es cruzar la calle y ponerle un Gómez o un guión a tu apellido. No hay tratado de extradición capaz de hacerte venir con las esposas puestas desde un guión bien colocado. Yo, si fuera el alcalde, pondría en lo alto de las Torres de KIO una bandera pirata y metería dentro a los Pinto Fontán y compañía. En cuanto a mi coche, tuve suerte: sólo le habían roto los faros.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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