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Bosnia, los laberintos del odio

Habiendo aceptado finalmente el Gobierno bosnio de Alia Izetbegovic el plan de paz de David Owen y Cyrus Vance sobre Bosnia-Herzegovina, nada hace pensar que la paz llegue a corto plazo ni a esta república ex yugoslava ni a la misma Croacia, mientras la comunidad internacional siga actuando de forma temerosa frente al genocidio perpetrado por las milicias serbias. El próximo 5 de mayo se cumplirá ya un año del inicio del cerco a Sarajevo, y durante estos 12 meses de guerra la comunidad internacional ha actuado como simple relatora de este genocidio sin precedentes, arrancando de las principales víctimas del conflicto -los musulmanes- más y más concesiones, mientras los agresores serbios con sus estratagemas han incumplido todo lo pactado en las mesas de negociación, mientras en el campo de batalla han seguido su cruel guerra y eficaz limpieza étnica.Los mal llamados musulmanes han firmado el plan de paz esperando que de una vez la comunidad internacional intervenga para hacer cumplir las resoluciones de la ONU, por más que duden de su viabilidad al legitimar de hecho parte de la limpieza étnica.

En la práctica, ante la fragilidad de Bosnia como Estado, el plan podría convertir esta república en sendos protectorados, uno serbio y otro croata, con unos territorios en medio para los musulmanes, que se asemejarían más a los homelands surafricanos o Estados ficticios en los que el Gobierno blanco de Pretoria recluía a parte de la población negra. Sarajevo quedaría como una ciudad abierta multiétnica, como el Berlín de la posguerra, y al igual que ocurrió allí, nada impediría que, en un momento determinado, los serbios levantasen un muro, separando los barrios que considerasen como propios, tal como hicieron los soviéticos.

Pero la desconfianza bosnia a este plan pacificador radica no sólo en la posibilidad real de que estas provincias o cantones se conviertan en seudo-Estados independientes, en los que no haya lugar para las minorías ni familias mixtas, con nuevos muros, líneas verdes y pasadizos o laberintos de intercomunicación, sino en la dificultad de conseguir que convivan de nuevo víctimas y verdugos. Si los agresores o, al menos, quienes dirigieron esta política genocida y asesina no son castigados, aunque las milicias serbias aceptasen ahora por la presión estadounidense el plan de paz, nada impediría que en un futuro cercano decidieran romper los acuerdos, bajo cualquier excusa, volviendo a la lucha para terminar lo que, habrían dejado a medias.

El tribunal internacional que debería juzgarles según la resolución 808 del Consejo de Seguridad es difícil que se constituya, ya que las convenciones y protocolos de Ginebra de 1949 y 1977 carecen de mecanismos eficaces para hacerse cumplir.

Según los convenios, deben crearse comisiones de encuesta y árbitros neutrales aceptados por todas las partes, por lo que si el Ejército yugoslavo, Serbia o los grupos serbios se desvinculan del proceso, ninguna autoridad puede forzarles a acatar la decisión final. La experiencia de las guerras contemporáneas nos muestra que es muy difícil repetir procesos como el de Núremberg, ya que para ello sería precisa una derrota militar absoluta de Serbia, como ocurrió en la Alemania nazi-

El ejemplo de Camboya, donde los jemeres rojos cometieron una de las mayores atrocidades de la segunda mitad del siglo, nos muestra cómo, si ya es difícil por sí solo hacer la paz con grupos genocidas que no han sido derrotados y que aún poseen las armas, ninguna autoridad nacional o internacional consigue castigarles. En el caso de Vietnam, esta nación asiática no consiguió ninguna reparación de Estados Unidos por los daños causados por la guerra, que reclamó insistentemente, especialmente por la pérdida de vidas, los mutilados y la destrucción de poblados, selvas y arrozales. No obstante, la justicia militar estadounidense emitió 20 sentencias condenatorias contra soldados americanos por matar a población civil, siendo la matanza del poblado de My Lai el caso más conocido. Las atrocidades y torturas que soldados soviéticos cometieron en Afganistán, tal como denunció en repetidas ocasiones Andréi Sajarov, pese a estar penadas en una ley de 1958 y en los artículos 266 y siguientes del Código Penal de la Federación Rusa, no fueron investigadas, salvo alguna excepción notable, ya que a la URSS de la perestroika no le interesaba herir la sensibilidad del Ejército.

Dado que se pretende que las milicias serbias acepten el plan de paz, es ilusorio creer que éstas lo firmen si a renglón seguido sus dirigentes van a ser detenidos, juzgados y condenados. Asimismo, el veredicto del Tribunal de La Haya no es vinculante para los serbios, del mismo modo que tampoco aceptó Estados Unidos hace una década la condena por el minado de puertos nicaragüenses.

Puesto que mientras dure el embargo de armas también a los agredidos es improbable que Croacia y Bosnia aplasten militarmente a Serbia y sus milicias, y la comunidad internacional juzga contraproducente una guerra total contra Serbia, la única posibilidad de castigo podría darse sólo si los ciudadanos de Serbia y Montenegro y los serbios de Bosnia y Croacia se dotasen de otros gobernantes y castigasen, en aplicación de las mismas leyes yugoslavas, a los dirigentes políticos y militares que les llevaron a la guerra y a aquellos combatientes que se demostrase que cometieron crímenes contra la humanidad.

De hecho, tanto en Bosnia como en Crocia, ya han sido juzgados soldados serbios capturados bajo las leyes penales yugoslavas. Este es el caso del miliciano Borislav Herak, juzgado recientemente en Sarajevo, o del oficial yugoslavo Zeijko Soldo, que participó en diciembre de 1991 en el bombardeo y el asedio de Dubrovnik.

Al ser este recambio de poder en Serbia hoy por hoy remoto, y porque ahora nadie parece querer embarcarse en una ofensiva militar, es más que probable que estos crímenes que avergüenzan a Europa queden sin castigo, y los ciudadanos de Bosnia, quede como quede esta república, continuarán prisioneros dentro de los laberintos del odio, esperando que tarde o temprano la sangre vuelva a correr.

es miembro del Centro de Investigación para la Paz (CIP)

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