Stalin
Estábamos en la sala de conferencias número 16 de la Universidad de Moscú, una amplia aula en la que daban clase todos los estudiantes de un mismo curso. Pero ese día reinaba un silencio poco habitual. Algunos hablaban en voz baja, pero la mayoría permanecía en silencio. Luego vino el profesor y todos nos pusimos en pie. Elogió a Iósif Visariónovich con las frases típicas de ese periodo, con todas las definiciones empleadas tradicionalmente para describir al líder de los pueblos soviéticos. Junto a mí estaba mi amigo checoslovaco. Le miré y vi toda la preocupación y ansiedad que todo el mundo en aquella sala sentía. Me dijo: "¿Qué será de nosotros ahora?".Hoy sé que aquel mismo día, el 3 de marzo de 1953, muchos suspiraron aliviados: algunos sabían quién era realmente Stalin y comprendieron que el país, por fin, se había librado de un tirano. Pero para la gran mayoría de la población ese nombre y ese hombre estaban ligados a la victoria en la guerra. Tampoco podíamos saber entonces el precio que se pagó por aquella victoria ni, sobre todo, qué había sucedido antes.
Mis amigos y yo decidimos que teníamos que presentar nuestros respetos a Stalin, costara lo que costara. De modo que nos unimos a la interminable cola de gente que avanzaba con gran lentitud y anduvimos todo el día y toda la noche. Ya era por la mañana cuando llegamos a la gran sala en la que yacía Stalin, y por fin le vi por primera vez. Mientras vivió, nunca tuve la oportunidad de verle.
Pocos meses después, algunas cosas empezaron a filtrarse. Todavía recuerdo aquel verano. Solía pasar las vacaciones en Stavropol, haciendo trabajos físicos, como era costumbre en aquellos días. Estaba en la segadora cuando me enteré de que habían arrestado a Beria, uno de los que hablaron en el funeral de Stalin y aspirante a sucederle. Empecé a pensar que esto era un claro signo: Beria, me dije a mí mismo, era un hombre muy próximo a Stalin y siempre había trabajado con él. ¿Cómo era posible que hubiera acabado en la cárcel?
Más tarde se produjeron otros cambios en aquella impenetrable élite de poder. Llegamos a la conclusión de que estaban redefiniendo todo lo que había sucedido en el pasado. En voz baja, y entre amigos, hablábamos de ello y nos preguntábamos qué estaba sucediendo. Empezamos a comprenderlo mejor cuando se hizo pública la decisión de someter las investigaciones del KGB al control de los tribunales. En un momento dado fui llamado a la oficina del fiscal, junto con 12 compañeros de clase, para hacer de monitor. Yo habría ido encantado, pero más tarde revocaron la decisión. Puede que las autoridades recordaran que el propio Stalin había utilizado a gente joven -sin experiencia y manipulable- para liquidar a toda la vieja guardia leninista.
Pero pasaron tres años más hasta que nos enteramos de toda la historia. Se celebraba el 20º Congreso del PCUS y, una vez finalizados mis estudios universitarios, me encontraba en Stavropol, en el comité regional del Komsomol (la organización comunista de la juventud). El documento que contenía las denuncias de Jruschov circuló brevemente por el partido y luego fue retirado. Pero yo conseguí hacerme con él y leerlo. Me sorprendió, me sentía desconcertado y perdido. No era un análisis; sólo hechos, hechos mortales. Fue un golpe terrible para todos, y nos sorprendió tanto que muchos de nosotros, sencillamente, no podíamos creer que esas cosas pudieran ser ciertas. Puede que para mí fuera más fácil, puesto que mi propia familia había sido una de las víctimas de la represión de los años treinta. Mi abuelo materno pasó 14 meses detenido y fue torturado. Milagrosamente, logró salvarse. Recuerdo que una noche nos contó su odisea. Sólo nos habló de ello una vez, y nunca más volvió a hacerlo. Yo tenía ocho anos, pero nunca lo he olvidado. En parte también porque las autoridades nunca me permitieron olvidarlo: cada vez que tenía que rellenar algún documento o redactar una solicitud (como para ingresar en la universidad), tenía que hacer constar que mi abuelo había acabado en la cárcel. Si no lo hubiera hecho, me habrían considerado sospechoso.
El paso que dio Jruschov requería muchísimo valor. Más tarde nos enteramos de que todos los que lo rodeaban se oponían ferozmente a las revelaciones. Entonces sólo podíamos imaginamos lo que se descubriría más adelante: que él estuvo implicado en las atrocidades estalinistas que había denunciado. Pero sin esa decisión habría sido inconcebible todo lo que sucedería en el futuro, incluida la perestroika. Para Jruschov, en aquella época, era incluso más difícil que para mí muchos años después. El país estaba todavía en pleno estalinismo, había que abrir un camino que estaba lleno de trampas. Y Jruschov estaba destinado a caer en ellas.
La cúpula se oponía a él y los que ocupaban categorías inferiores sencillamente no podían comprender que se profanara así a Stalin. No podían comprenderlo ni tampoco creerlo. Y los que acabaron creyéndoselo se preguntaban si estaba bien lavar nuestros trapos sucios delante del mundo entero. Por otra parte, las repercusiones no se notaron sólo en nuestro país. Hubo reacciones drásticas en todo el movimiento obrero internacional. Sin embargo, fue precisamente gracias a esta ruptura con el estalinismo por lo que se creyó a Jruschov cuando expuso la idea de coexistencia pacífica.
Pero es difícil matar al monstruo del estalinismo. De hecho, volvió a surgir clandestinamente durante el periodo de Breznev, oculto tras el lema de la estabilidad. La gente estaba a favor de la estabilidad. Tenemos que tener presente esa actitud. La gente está dispuesta a obtener orden y tranquilidad renunciando a otros valores como, por ejemplo, la democracia y la libertad. Esta peligrosa tentación no ha desaparecido ni siquiera en nuestros días. Todavía puedo recordar con nitidez los retratos de Stalin que veía desfilar ante mí hace unos años en la plaza Roja, en plena perestroika.
También para mí el periodo de maduración fue largo y gradual. En el discurso que pronuncié con ocasión del 701 aniversario de la Revolución de Octubre, en 1987, dije: "Stalin lo sabía. No sólo lo sabía, sino que participó directamente en la represión. Su culpabilidad es indiscutible e imperdonable". Pero añadí que Stalin "defendía el leninismo". Hoy creo lo contrario: Stalin traicionó el leninismo. Hice todo lo que estaba en mi poder por eliminar los últimos vestigios del estalinismo. Todos los juicios fueron declarados ilegales y todas las víctimas, desde Bujarin hasta los kulaks, rehabilitadas. Sobre todo, se puso al país en la senda de la democracia. Pero nadie puede olvidar ese horror que resurge una y otra vez. Hace unos días nos enteramos del destino del abuelo de Raísa Maximovna: fue ejecutado sólo porque era un kulak.
Copy Right La Stampa, 1993.
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