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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Uno de cada cinco

HASTA HACE poco tiempo, una tasa de paro real del 20% se habría considerado incompatible con la paz social. Ahora, esa cifra, revelada por la Encuesta de Población Activa (E.PA) correspondiente al cuarto trimestre de 1992, es indicativa de un deterioro de la economía española muy superior al previsto, pero sus efectos sociales se ven atemperados por una serie de factores: primero, por la existencia de un porcentaje desconocido, pero seguramente considerable, de empleos sumergidos; segundo, por el aumento de la población activa derivado de la incorporación al mercado de trabajo, especialmente en la segunda mitad de los años ochenta, de numerosas mujeres, y tercero, por el aumento de la cobertura del desempleo, que en 10 años ha pasado del 3 8,8% a más del 66%. La universalización de la asistencia sanitaria y la gratuidad de la enseñanza son otros factores de cohesión social que hubieran sido impensables en las crisis anteriores.Las cifras de la EPA han generado alarma social por su amplitud: cuatro puntos por encima de la correspondiente al paro registrado por el Inem en enero, cuando la diferencia venía siendo de unos dos puntos porcentuales. Pero ha sorprendido, sobre todo, la rapidísima aceleración del desempleo producida en el cuarto trimestre de 1992: de los 413.000 puestos de trabajo destruidos en el año, 266.000, casi dos tercios del total, lo fueron entre octubre y finales de diciembre: una vez finalizados los festejos que marcaron el año. Por otra parte, que el número de contratos a tiempo parcial aumentase en el conjunto del año en 144.000, pese a que en el mismo periodo se destruyeran 250.000 empleos de ese tipo, la mayoría en el último trimestre, no sólo indica que la pérdida de empleos coexistió con la sustitución de fijos por temporales, sino que los empleadores utilizaron esa sustitución para adaptar vertiginosamente sus plantillas a la evolución negativa de sus negocios. Esa adaptabilidad era uno de los efectos que se buscaban al flexibilizar las condiciones del mercado laboral, por lo que el dato habrá de ser tenido en cuenta en la discusión pendiente sobre reforma de dicho mercado.

Sigue en pie, sin embargo, la cuestión de la competitividad, inevitablemente ligada a la moderación salarial. Pese a lo que a veces sostienen ciertos voluntariosos asesores de las centrales, crecimientos salariales superiores a los de la productividad acaban repercutiendo -excepto en situaciones muy particulares, hoy impensables- en pérdida de competitividad, y ésta, en aumento del desempleo. Pero aquí sí que el problema es político: si se quieren evitar los errores del pasado, es imprescindible preparar en la crisis las condiciones que permitan un crecimiento equilibrado en el momento de la recuperación. Ello implica una política de rentas. Pero para que los sindicatos puedan defender tal política en la negociación de los convenios es necesario, si no un panorama despejado de noticias sobre corrupciones diversas -algo ya imposible-, al menos un horizonte sin incitaciones al enriquecimiento fácil y con signos visibles de propósito de la enmienda por parte de los responsables ]políticos. Lo cual exigiría, a su vez, alguna forma, de compromiso entre los principales partidos para impulsar una democracia más austera y un control más estricto del gasto de las administraciones públicas. Todo un programa para el debate sobre el estado de la nación.

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