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Abyecta barbarie institucional

Igual que hace tres años un crimen perpetrado por militares profesionales, en este caso salvadoreños -el asesinato del padre Ignacio Ellacuría y sus compañeros jesuitas-, repugnó crudamente a nuestra sensibilidad militar, una vez más llega a nuestro conocimiento, aunque con retraso, otro episodio abominable protagonizado por militares, en este caso, guatemaltecos. Episodio que viene a sacudir nuestras conciencias, salpicándolas de vergüenza ajena, aunque tal vergüenza no pueda resultarnos demasiado ajena para quienes somos colegas profesionales de ciertos criminales uniformados, y aunque, en casos como éstos, la palabra colegas se nos caiga de la boca, escupida por la repugnancia y la indignación.Rigoberta Menchú, la india quiché guatemalteca reciente premio Nobel de la Paz, en el libro You can't drown the fire: Latin American women writing in exile, publicado en Estados Unidos, da amargo testimonio de la represión sufrida por su pueblo, y más concretamente por su propia familia. Dentro del apocalíptico contexto de lo que ha sido la represión ejercida por militares y terratenientes en aquel pequeño y desgraciado país -el de mayor volumen proporcional de desaparecidos de toda América en las últimas cuatro décadas-, esta destacada militante indígena, hoy dirigente del Comité para la Unidad Campesina desde su exilio en México, da testimonio en la citada publicación de los atroces acontecimientos que culminaron trágicamente en una negra jornada de 1979.

Nacida en una familia de campesinos muy pobres, durante

largos años vio cómo su padre, catequista católico, fue perseguido y encarcelado numerosas veces por su militancia desde que, "los terratenientes quisieron quitamos nuestro pedacito de tierra", dice Rigoberta. Dos de sus hermanos habían fallecido en la propia plantación en la que trabajaban en miserables condiciones. Un día, un grupo de hombres armados y encapuchados secuestró a otro de sus hermanos más pequeños: 16 años. Todos los desesperados intentos familiares de averiguación de su paradero resultaron infructuosos. Algún tiempo después, el Ejército hizo público un comunicado informando que había capturado a cierto número de guerrilleros, los cuales iban a ser públicamente castigados para escarmiento general.

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He aquí el testimonio directo de Rigoberta sobre lo acontecido, ante centenares de testigos, en aquella siniestra ocasión.

"Estuvimos caminando durante todo un día y casi una noche para llegar a la ciudad. Cientos de soldados habían reunido a la gente para quesiera lo que iban a hacer (con los prisioneros). Poco después, llegó un camión con 20 personas a las que habían torturado de diferentes modos. Entre ellas, pudimos reconocer a mi hermano".

"Llorábamos, como casi toda la gente lloraba al ver a los torturados. Los militares habían arrancado a mi hermano varias partes de su cuerpo: las uñas, las orejas, los labios. Estaba cubierto de heridas y todo hinchado. Entre los prisioneros había una mujer a la que habían arrancado parte de los pechos y otras partes de su cuerpo. Un capitán del Ejército pronunció un largo discurso, explicando que a nosotros nos harían, lo mismo si nos uníamos a los comunistas".

"Luego explicó las distintas formas de tortura que habían aplicado a los prisioneros. Al cabo de tres horas, aquel oficial ordenó a los soldados que los desnudaran, y dijo: 'Aún queda una parte del castigo por cumplir'. Ordenó que los ataran a unos postes. La gente no sabía qué hacer, y mi madre no podía dominar su desesperación. Ninguno de nosotros sabía qué decirle, como ayudarla a superar aquella situación. El oficial ordenó que rociaran de gasolina a los prisioneros y, uno por uno, les prendieron fuego".

Perdónesenos la larga cita, pero la consideramos justificada, en esta ocasión, por su contundente valor testimonial sobre unos hechos desarrollados ante tantos testigos oculares, con masivo carácter público por deliberada decisión de sus perpetradores, en busca de un máximo efecto de ejemplaridad. Verdadero auto de fe contemporáneo, con toda su carga multitudinaria y ceremonial, que nos hunde varios siglos en el abismo histórico de la más abyecta barbarie institucional.

Una vez más, hemos de subrayar el mismo factor que señalamos hace ahora tres años, a raíz del asesinato de los jesuitas de la UCA por militares profesionales del Ejército salvadoreño: si los autores de este tipo de crímenes fueran bandas de facinerosos civiles, miembros de alguna organización mafiosa o sicarios a sueldo de algún conocido cartel narcotraficante, nos hallaríamos ante uno de tantos desalmados crímenes cometidos por una de tantas organizaciones criminales de las muchas que actúan en tan diversos lugares del mundo, al margen de toda ley y toda moral. Pero al ser los autores militares profesionales, hombres de uniforme, jefes u oficiales al mando de tropa, con soldados actuando disciplinadamente bajo la autoridad de aquéllos y obedeciendo en el acto sus órdenes concretas -incluida la de torturar con sádico salvajismo, así como la de rociar con gasolina y prender fuego a las víctimas-, este decisivo factor de orden estamental implica por sí mismo un espectacular salto cualitativo, que nos aleja del campo de la criminalidad común y nos inserta de lleno en el campo de la sociología militar. Y dentro de él, en un área mucho más acotada: la sociología de la barbarie militar. Es decir, de la criminalidad militar prevista en los códigos penales castrenses de los ejércitos civilizados, a cuyos miembros se exige -incluso dentro de la terrible crudeza de la guerra- un comportamiento que incluye unos conceptos del honor y de la disciplina militar incompatibles con la vileza de ciertos actos de naturaleza intrínsecamente criminal.

Somos conscientes de que logros tan valiosos y tan necesarios como la pacificación y una sólida democracia estable para países tan duramente castigados como Guatemala exigen, entre otros problemáticos requisitos, el alcanzar difíciles acuerdos entre fuerzas sociales y políticas no sólo opuestas, sino, durante muchos años, irreconciliables. La reiterada experiencia práctica nos dice que, dentro del conjunto de concesiones mutuas que requieren estos procesos de pacificación, se incluye siempre la concesión -bien amarga, por cierto- de acabar admitiendo ciertos niveles de impunidad -y en no pocos casos la impunidad total- para los crímenes represivos cometidos años atrás. Crímenes cuyos autores, en su mayor parte, acaban escapando a las duras sanciones que por su conducta merecían recibir.

Pues bien: incluso admitiendo como inevitable -que ya es admitir- esta dura concesión, por considerarla incluida en el precio a pagar por el asentamiento de la democracia y la paz, aun así, incluso asumida ya esa penosa liquidación de cuentas pasadas, de una cosa sí estamos seguros: a la luz de la sociología militar más elemental, y cara al futuro, la verdadera pacificación de aquellos países y su consolidación democrática nunca será posible mientras sus Fuerzas Armadas no se desembaracen de dos terribles taras, que pesan como losas sobre su mentalidad profesional, precisamenie en dos puntos decisivos de la moral militar.

1. Un erróneo concepto del honor, cerradamente corporativista y agudamente desvinculado de los derechos humanos y del respeto debido a la población civil. Extraño y desviado concepto que permite a no pocos militares latinoamericanos torturar y asesinar a prisioneros desarmados -muchas veces en calidad de sospechosos de subversión- sin que su, "honor" se sienta lesionado en absoluto al cumplir este tipo de "misión" o de "operación militar".

2. Un erróneo concepto de disciplina basado en la "obediencia debida", entendida ésta como un deber de obediencia ciega a todo tipo de órdenes, incluidas las de carácter criminal. Concepto rechazado expresamente por los códigos militares de los más significativos ejércitos occidentales -inglés, francés, alemán, español, italiano, etcétera-, que establecen la desobediencia legítima y obligada para aquellas órdenes cuya ejecución implica actos de carácter delictivo, y que, como tales órdenes delictivas, no deben darse ni cumplirse jamás.

Mientras aquellos ejércitos y fuerzas de seguridad no se liberen por vía formativa de estos dos conceptos, tan profundamente arraigados tras varias décadas de estudio y aplicación de la llamada doctrina de seguridad nacional -conceptos, ambos, propiciadores tanto de intervenciones militares antidemocráticas como de todo tipo de quebrantamiento de los derechos humanos en condiciones de máxima impunidad-, la sociedad civil de aquellas repúblicas seguirá sintiéndose amenazada por su respectivo estamento militar, y dícilmente se alcanzarán las condiciones de esa paz duradera y estable que todos deseamos para aquella entrañable y sufrida región.

Prudencio Garcia es coronel del Ejército y sociólogo.

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