_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El patrimonio y la historia

Una vez me fijé la tarea de descifrar esa inscripción, Ytalia, con y griega, que aparece en un fresco de la basílica de San Francisco, en Asís. Cimabue dibujaba Italia con casas hacinadas, cúpulas, agujas, campanarios, palacios uno encima de otro, una especie de representación más que una rígida jerarquía entre lugares, personas, ciudadanos y aristócratas como símbolo del caos, del amontonamiento, del desorden. Y todo ello con la concisión de un camafeo. Es esa Ytalia, la de Cimabue, la que nos sigue interrogando, entonces y siempre. Ahora, en el debate gubernamental sobre la sombría crisis siempre inminente, se ha introducido un elemento nuevo, el debate sobre el patrimonio artístico, gracias a un ministro de Bienes Culturales que no pertenece a ningún partido, un ex editorialista de La Repubblica, Alberto Ronchey.Los italianos poseemos un patrimonio artístico que es casi la mitad del mundial. Pero sólo un 0,21 % del presupuesto de un Estado en crisis se destina a su salvaguardia. Francia consagra el 3%, Dinamarca el 18%, Bélgica el 10%, etcétera.

El historiador más serio del país, Amedeo Maiuri, dice que Italia es como el vientre de una coneja, donde los hijos están en capas. Si las piezas expuestas ascienden a 100.693, las obras que están en los sótanos son 10 millones. Conque podemos llegar a la conclusión de que el 70% de las obras de arte está encerrado en almacenes.

Todos sabemos que, al renunciar a su patrimonio, una sociedad no renuncia solamente al arte, sino a su propia historia. Mundo adelante, y más concretamente a 200 kilómetros de Montreal, encontré una vez un museo dedicado a los 100 años de la ciudad. Para ellos, un siglo equivalía a milenios. En el interior del museo, la única obra de arte era la dedicada a la migración de los gansos, con planimetrías y dibujos que reproducían sus recorridos desde remotas playas hasta Canadá. Pensé en el abandono no tanto de mis gansos del Capitolio cuanto del Capitolio en sí, que se alza sobre las soberbias ruinas de la antigua Roma. Italia tiene un Ministerio de Bienes Culturales, el más joven de todos, fundado hace sólo unos 15 años, en el ignorante reino democristiano y de la partidocracia, que dura desde hace casi cuarenta años. Los partidos gubernamentales italianos, a menudo zafios y entregados al latrocinio con especialización planetaria en comisiones, consideraban el de los Bienes Culturales como un ministeriucho de poca monta, atribuible a un partido menor, e incluso a una mujer, porque, total, en Italia, esos bienes importan muy poco. De Gaulle había encargado a Malraux del arte. Nosotros nombramos a una maestra siciliana, perteneciente al microscópico PSDI, y después a un tal Facchiano, que, para nutrir el presupuesto que protege los inmensos bienes de Italia, quería lanzar una lotería como las quinielas...

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Quizás ahora, con la llegada de Ronchey, algo cambie en la política de parcelación, en la demagogia política de viejo cuño electoralista. Pero los sindicatos arremeten contra la ley Ronchey, destinada a reordenar los 801 museos italianos, así como a cualificar a su personal (pletórico en el sur y enteco en el norte). Corporativismo sindical, defensa demagógica del personal, absentismo. Goethe decía: "Todos somos viajeros y buscamos Italia". Pero ¿cuántas veces los viajeros de hoy en cuentran cerrados a cal y canto los museos italianos que buscan? A mí me pasó en Nápoles, donde quería visitar el Museo de San Martino para encontrar la historia viva de la revolución de 1799, hecha por ingenios ilustrados contra los feroces Borbones, que degollaron a todos los insurrectos. Contaba 20 años o poco más cuando lo visité por vez primera. La bella Eleonora Fonseca Pimentel había entrado en mí como la más familiar de las heroínas, con su Monitore Napoletano, el "diario de la República Partenepea" dirigido por ella. único ejemplo de mujer que tuvo en sus manos un periódico político en el curso de una revolución. Después fue reeditado por Croce, con una biografía no sólo filosófica, sino de amor hacia esa magnífica pensadora. Y periodista lúcida y moderna (mucho más que muchos de nuestros fanfarrones), poetisa, latinista y científica. Los feroces Borbones la ahorcaron con otros patriotas en la plaza del Mercado. Eleonora tenía 46 años. Les iba con tando alegremente todo eso a los dos amigos que me acompañaban, un francés y un español. Describía lo que pronto íbamos a ver:, las reliquias, las banderas, los uniformes de los revolucionarios, las monedas de la República, la decoración de las estancias de la época, intactas. Pero, en la taquilla, un guardián enfurruñado nos detuvo: "El museo que buscan ya no está". "¿Han cerrado el museo? ¿Está usted de broma?", me agitaba. Y él, tan tranquilo, replicaba: "No lo hemos cerrado, pero, en vez del que ustedes buscan, hemos puesto los belenes napolitanos". En efecto, a la izquierda, bajo espesas arquetas, se vislumbraban en diversas salas los admirables belenes de los siglos XVII y XVIII. Pero la ciudad se alejaba a velas desplegadas de su historia, renunciaba a su identidad y a la de Europa, donde Nápoles había constituido el entrelazo más avanzado de la Ilustración, y no sólo mediterránea, entre España, Francia, Austria e Inglaterra. Todos, desde los Borbones a los jacobinos franceses, a la austriaca, Carolina y al almirante inglés Nelson, dieron allí las batallas decisivas que delinearían el futuro no sólo de Nápoles, sino de Europa.

Al final compramos el catálogo de los belenes, porque ya no queda rastro, ni una mísera postal, del museo de 1799. Tristemente, como todos los turistas, incluso los japoneses y los infatigables holandeses, nos pusimos en marcha para subir al Vomero. A lo largo de la calleja se abrían decenas de tiendas que vendían corales grandes y pequeños y amuletos en forma de cuerno, de todas las dimensiones. Nápoles y su museo, abajo, desaparecían bajo un gris diluvio como si nunca hubieran existido. Y compramos los talismanes-cuernos. Escribo este testimonio para EL PAÍS porque creo que el patrimonio artístico italiano pertenece a toda Europa, y mucho, en este caso, a España. Creo que nuestros partners europeos deberían reivindicar lo que se llama el derecho a la injerencia para salvaguardarlo. Entre nosotros nadie quiere saber que si no nos dejan al margen de Europa, si ocurre algo, permaneceremos dentro no por la promesa de "buen gobierno" de Amato, no por la plegaria a la Providencia Divina del presidente Scalfaro, ni por la Scala que reabre sus puertas con Verdi en la corrompida Milán, sino porque nuestro patrimonio artístico constituye algo único que brindar a Europa, una identidad cultural vastísima, una inmensa civilización que a todos nos une.

Marla Antonietta Macciocchi es escritora y periodista italiana.

Traducción: Esther Benítez.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_