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Palabras que no vuelan

Lo reza el bien sabido dicho latino: "Las palabra vuelan, los escritos permanecen" ("Verba volant, scripta manent"). Pero ¿qué escritos? ¿Y cómo? ¿Y qué permanencia en estos tiempos atorbellinados, donde casi todo da plano y, desde luego, todo da igual? El siglo XX ha sido letal con el lenguaje. Nunca se le ha despreciado, nunca se le ha hostigado ni agredido tanto. No me refiero a las supuestas o efectivas incorrecciones gramaticales, cuestión ésta bastante ardua; ni siquiera a la depauperación, lingüística de grandes grupos sociales, con ser un fenómeno grave. Hablo de la devaluación del verbo, de su utilización perversa, de su trivialización. Entre las soflamas y eslóganes del nazismo y las mentiras y necedades de muchos discursos publicitarios hay un hilo firme, una relación coherente. Y aunque medien otros soportes, al final todo es lenguaje, todo es escritura, texto al fin. Barthes sí acertó en esto.En modo alguno se trata de satanizar nuestra época e idealizar idílicos pasados inexistentes. Pero tal devaluación del lenguaje resulta una evidencia. En medio de ella, ¿qué sentido tiene el arcaico dicho latino? ¿Quiénes consiguen que los textos perduren cuando el viento de la banalidad hoy, como ayer (Hitler, Stalin) el viento de la muerte, los lleva y voltea, y destruye, convertidos en papeles residuales? Hacer que los escritos permánezcan parece misión propia de los creadores. Pero ¿de cuáles? La trivialización del lenguaje ha llenado la literatura de escribidores. Siempre los ha habido, es verdad; sólo que no tantos. Se diría que son, en efecto, los poetas, no los versificadores, y los novelistas exigentes, no los best sellerianos (aquéllos, por la condición minoritaria del verso; éstos, por su propia identidad), quienes están llamados a preservar la palabra, las palabras. Espriu, tan maltratado ahora por la literatura pujolista y ampurdanesa, lo dijo en versos duraderos: "Peró hem viscutper devolvervos els mots...". El ha sido, sin duda, uno de los poetas españoles que han llevado a cabo esa labor. Y con él, otros, claro está no demasiados, a qué engañarnos. Entre ellos me importa destacar a unos escritores en quienes se repara menos de lo necesario: los articulistas, los escritores de periódico.

Resulta paradójico que sea el periódico, donde se utilizan miles de palabras diariamente y donde, por tanto, es mayor el riesgo de malversarlas, uno de los lugares en que se haga más por defender la condición plena del lenguaje y del lenguaje escrito en particular. Se arremete a menudo contra los periódicos por su mal uso del idioma. No es el momento de considerar el asunto, pero sí de hacer honor a esta naturaleza de baluarte de la lengua que son también los periódicos. En sus murallones se encuentran esos escritores singulares, los articulistas, los columnistas. No hay que olvidar algo que a veces se olvida. Son los escritores de periódicos quienes fundan la literatura moderna castellana, que surge, en efecto, de dos de ellos: Larra y Bécquer. Fígaro inaugura la sensibilidad crítica. Gustavo Adolfo es nuestro primer poeta moderno, el creador del reportaje de calidad (ahí están las formidables cartas Desde mi celda). La mejor literatura de este siglo -no soy original al decirlo, lo sé, pero conviene recordarlo- no se explica sin los escritores de periódico.

Lo han recordado algunos al cumplirse en 1992, entre tantas conmemoraciones mayestáticas, los 25 años de la muerte de Azorín: fue él, en efecto, quien escribió una prosa lustral y milagrosa acodado en las mesas de las redacciones, urgido por los zumbidos de la prisa o sometido a la noticia poderosa y lacerante (su viaje por la Andalucía del hambre, la Andalucía trágica, en 1905). Hasta la crítica literaria la hizo en buena parte así, y eso no le impidió convertirse en el mejor crítico español de este siglo. Estuvo de moda meterse con Azorín; hoy parece que ya la moda ha pasado. Pero otros articulistas siguen penando en dudosos limbos de indiferencia.

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Estos días he releído algunos artículos de César González-Ruano. Debo confesar mi prevención por el personaje, por su parábola vital e ideológica. Alimentó durante muchos años la llama del rencor contra los vencidos en la guerra civil. Jugó el triste juego de ahuyentar a los rojos que querían regresar a España. Así lo hizo con Margarita Xirgu, y logró que no volviera. Así lo hizo también, y el éxito volvió a acompañarle, con aquella negra admirable que se llamó María Lejárraga, más conocida por los apellidos de su marido, el dramaturgo Gregorio Martínez Sierra (la verdadera dramaturga fue ella; él ponía el nombre, y ella, la pluma). Hay que espigar una auténtica antología de horrores.

Y, sin embargo, qué enorme articulista fue González-Ruano. Se le ha intentado rehabilitar como poeta, que lo fue en general más bien mediano, entre otras razones porque el poeta que había en él se vertía en la candente prosa de sus artículos. Hoy son difíciles de conseguir. Como Ruano no figura en ningún programa escolar, los editores no se preocupan de publicarlos. Pero el hecho es que algunos de esos artículos (por ejemplo, cito a voleo, La novia de Velarde, El monstruo herido, El caballero Casanova en la noche de España, Canción de abril 44, Proclamación litúrgica de la primavera, Donde habita el olvido, Encendida soy un peligro, Apenas se llamaba Antonio ... ) son verdaderas obras maestras. En ellos, el mejor acento de Ruano, que era el elegiaco, se proyecta en una prosa de calidades e emplares, deslumbrante de imaginería, de música, de visión. Terminar con el posfranquismo es también terminar con los prejuicios que durante años impidieron valorar adecuadamente obras que lo merecían al margen de otras consideraciones. Los artículos de Ruano, escritos, al igual que los de todos los genuinos articulistas, como medio de supervivencia (firmó el último pocas horas antes de morir), pertenecen, sin duda, a esa clase de textos que es necesario rescatar del olvido y los esquemas previos.

Dicen algunos que el periodismo acaba con el lenguaje. Depende de qué lenguaje y de quién. No acabó con el de Ruano, como no acabó con el de Azorín, como no acabó tampoco con el de Gómez de la Serna, que, aunque a veces se quejaba de la servidumbre del arículo diario, escribió en las páginas de los periódicos muchos de sus textos únicos, como no acabó, en fin, con el de Ortega, por citar sólo algunos ejemplos. Hoy, en la prensa española existen casos modélicos. Una parte sustancial de nuestra mejor literatura se está haciendo en ella. En estas palabras de cada día se están cifrando mensajes que Van a sobrevivir a muchas épicas narrativas, a muchas efusiones líricas. Son palabras que no vuelan, que permanecen felices en los árboles copiosos de la tinta impresa y allí adquieren, pese a la inclemencia de los tiempos, una perduración inesperada. No estaría de más que tomaran nota algunos historiadores de la literatura. Y algunos escritores canónicos, aún convencidos de la indiscutible superioridad del libro.

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