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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Juan y Alfonso

DESDE QUE las declaraciones de un concejal destaparon lo que luego se conocería como caso Juan Guerra apenas han transcurrido tres años, pero políticamente la distancia es mucho mayor: puede que no sea justo, pero es seguro que muchas de las personas que entonces hubieran puesto la mano en el fuego por la honradez de Alfonso Guerra contarían hasta setenta veces siete antes de repetir el gesto hoy. Pero quienes pronosticaron que el asunto jamás llegaría a los tribunales también lamentarán no haber callado a tiempo: todos pudimos ver ayer, por televisión, al hermano del anterior vicepresidente del Gobierno sentado en el banquillo en el primero de los seis o siete juicios que tiene pendientes. En este primero, en el que está acusado de falsedad en documento mercantil y de un delito contra la Hacienda -todo ello en relación a la adquisición de una finca a una empresa pública-, el ministerio fiscal solicita nueve años de cárcel.Algunas cosas que parecían increíbles han dejado de serlo; sin embargo, no han aparecido evidencias que prueben que Alfonso Guerra estuviera detrás de los negocios de su hermano, avalando sus gestiones de intermediación o beneficiándose de ellas. Pero resulta impensable que no las conociera: los signos externos de la súbita prosperidad de Juan Guerra (coches de lujo, chalés, caballos) eran tan manifiestos que sólo desde la complicidad se entendería la ignorancia por parte de alguien tan próximo. Que, habiendo conocido o sospechado, se abstuviera de denunciarlo ante la justicia resulta comprensible, pese a lo que en su día dijeron algunos censores en exceso despiadados. Pero la contrapartida de esa comprensión humana hubiera debido ser la dimisión inmediata en cuanto el escándalo saltó y se supo cómo se había producido el enriquecimiento: con gestiones en las que lo fundamental era la utilización como elemento de presión, amedrentamiento o chantaje de su condición de hermano de un poderoso gobernante. Si Alfonso Guerra sigue sin haber entendido esto -como a veces parece-, es que no quiere verlo.

Esa respuesta, relacionada con lo que ha dado en llamarse responsabilidad política, era independiente de que además existieran delitos penales específicos (prevaricación, usurpación de funciones, fraude a Hacienda, etcétera). Responsabilidad viene de responder y está relacionado con la actitud de dar la cara. El presidente del Gobierno acaba de quejarse de la excesiva judicialización de la vida política, y no le falta razón; pero fue él quien desarrolló la teoría de que no puede hablarse de corrupción mientras no se pronuncien los tribunales, y su partido el que se opuso a la creación de comisiones parlamentarias de investigación: hasta se opuso a una relacionada con el caso Naseiro, que afectaba a la competencia, a fin de qué nadie pudiera establecer comparaciones con el de Guerra. Ahora se han juntado lo general con lo particular, el caso Filesa con el de Juan Guerra, y más de uno debe estar lamentando no haber elevado la voz a tiempo: antes de que la combinación entre crisis económica y evidencia de comportamientos corruptos se manifieste en un deterioro de la vida política que se expresa ya, según las encuestas, en un retroceso de la conciencia fiscal de los ciudadanos.

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