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Tribuna:LA BATALLA POR LA CASA BLANCA
Tribuna
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Democracia en Estados Unidos

Un joven abogado francés llamado Alexis de Tocqueville, de viaje por Estados Unidos, observó en 1831 que en Europa, cuando los políticos pedían sacrificios a la población, siempre invocaban el patriotismo y el honor. "Los norteamericanos", escribió, "explican con cariño todas las acciones de su vida por el principio del egoísmo bien entendido". Ahora, un hombre llamado Ross Perot, un multimillonario del american dream, se ha separado del establishment político y económico para dar el tono más inesperado y espectacular de que se tenga memoria a una campaña electoral en EE UU. Perot es el único que, parafraseando a Tocqueville, explota el egoísmo de sus compatriotas a la hora de pedir sacrificios, cosa que ni George Bush ni Bill Clinton se han atrevido a sugerir.Bill Clinton dijo estos días que los republicanos tenían un gran problema estratégico: "Esta gente no termina de darse cuenta de que la guerra fría ha terminado...". Bush y James Baker han resucitado los grandes fantasmas de esa guerra y la práctica política republicana de descalificación y montajes en lo que ha sido la primera campaña electoral de la posguerra fría. ¡Quién hubiera podido vaticinar que un sesentaochista, opositor a la guerra de Vietnam, tiene, a cuatro días de las elecciones, la posibilidad de entrar el próximo 20 de enero a la Casa Blanca! La venganza contra los gobiernos Reagan-Bush no ha podido ser más cruel.

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La América del fin de la guerra fría es el gran tema de estas elecciones. Los años treinta fueron años de depresión y estancamiento económico. La recuperación cíclica se presentó en 1932, pero acabó cinco años después, cuando la tasa de desempleo subió, en 1937, al 14% de la fuerza laboral y un año después, en 1938, se disparó al 19%, más de dos veces y media la tasa actual del 7,5%.

Economía de guerra

La Gran Depresión nunca tuvo un final, simplemente entroncó con la economía de guerra de los años cuarenta. Durante los 25 años que siguieron a la II Guerra Mundial el capitalismo norteamericano conoció un renacimiento sin precedentes. El ciclo de negocios de este periodo fue a menudo largo y vigoroso, sólo interrumpido por caídas momentáneas. Sin embargo, a finales de los cincuenta, la expansión atravesaba ya serias dificultades.

El capitalismo había agotado sus nuevas oportunidades con la reconstrucción y, ahora, la pregunta de los años treinta volvía con renovada fuerza: ¿Cuál será el nuevo motor de la economía? La respuesta fue la guerra fría. La expansión de los años cincuenta, casi exhausta, se deslizó hacia lo que se llamó la "economía de guerra permanente". Los gastos militares fueron el motor.

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Es el final de esta economía el que determina, ahora, el desenlace de una nueva época. La recesión de 1990 se limitó sencillamente a aflorar la terminación del ciclo de negocios. El capitalismo triunfante de la guerra fría no es el de la victoria de 1945.Aquí no hay nada que reconstruir y, si faltaba hacer la prueba, las guerras locales, como la del Golfo en 1991, no ayudaron a salir de la crisis económica.

A falta de un mecanismo que accione el crecimiento económico, en sustitución de los gastos de defensa, una etapa de estancamiento crónico se ha de instalar de modo inevitable. Una recesión rutinaria como la de 1990, que incluso podría ser calificada de suave, ilustra con sus dificultades de salida toda una época de crisis en la que, como ha dicho el candidato demócrata, la actual generación de estadounidenses ya no puede asegurar a la generación siguiente que podrá vivir mejor que la suya. En rigor, los hijos no pueden ya defender las conquistas del pasado.

Punto muerto

"En el amanecer de la recesión estamos en algo así como en un punto muerto. ¿De dónde vendrá el estímulo?", se preguntaba a primeros de 1991 Robert Bartley, responsable de la página editorial de The Wall Street Journal. "Entre la preocupación por el déficit y la debilidad del dólar, tanto la política fiscal como la monetaria están atrapadas. Sería necesario hallar estímulos menos convencionales. Frente a estos desafíos, nuestros dirigentes políticos no inspiran gran confianza. Felizmente, el humor norteamericano actual vive una etapa transitoria. Nuestro humor natural e histórico es el optimismo. Nuestra enorme, libre y competitiva economía tiene una gran capacidad de recuperación... Más rápido o más despacio, el humor actual de América y del mundo se disipará y las tendencias más optimistas prevalecerán... El futuro será una pausa y entonces vendrá el salto".

En la pausa estamos. Tras el crash de 1929 tuvo lugar una recesión y ésta coincidió con una liquidación y deflación de activos. Al crash de 1987 siguieron dos años de ajuste de cuentas mediante una crisis bancaria controlada (cierre de bancos y bancarrota de las cajas de ahorro) y financiera (hundimiento del mercado de bonos basura), para desembocar en la recesión de julio de 1990. Ésta abrió paso no a una recuperación clásica sino a un proceso que el presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan, calificó hace pocos días como una deflación del precio de los activos (casas, deudas).

La recesión o contracción del ciclo de negocios ha terminado, pero en su lugar tenemos la contracción del ciclo de endeudamiento a largo plazo. El panorama más halagüeño que cabe esperar, pues, es el de un crecimiento económico como el actual -1,5% anual-, que no frena el desempleo, durante los años noventa. Así como el crash de 1987 no provocó una nueva Gran Depresión, parece poco probable que la deflación actual desemboque en una depresión abierta, con un colapso aún mayor del sistema bancario.

En este paisaje, el establishment norteamericano padece una fuerte división en la intención de voto. Hoy, hasta hombres como Arthur Laffer, el de la famosa curva Laffer, que elaboró la doctrina de la reaganomics, vota demócrata. Los años setenta y ochenta acabaron con las ideas del New Deal y la Gran Society en un proceso que los asesores de Clinton califican como el Bad Godesberg del partido Demócrata (la gran renovación socialdemócrata alemana de 1959).

En su recorrido hacia la economía de mercado, que recuerda la evolución del PSOE, el candidato demócrata no se ha aferrado a los esquemas económicos de libre mercado a ultranza (en este país ya concitan, incluso, la crítica de amplios sectores republicanos), sino que se hace cargo de los objetivos abandonados en estos años, que ponen el énfasis en la educación, la formación profesional para graduados y no graduados, un programa de inversión pública e infraestructuras, el seguro de salud para los 35 millones de estadounidenses que carecen de él, la reforma efectiva del sistema sanitario, la subida de impuestos para aquellos que ganan más de 200.000 dólares anuales, a fin de compensar parcialmente a los más afectados por un sistema fiscal regresivo que empezó con las exenciones del impuesto sobre las plusvalías en los últimos años de Carter y que Reagan llevó al paroxismo.

Los demócratas se han erigido esta vez en la alternativa real del agónico programa republicano al trascender las viejas peleas fratricidas y renovar sus mensajes ideológicos en dirección centrista. Se puede confiar más o menos en el programa clintoniano, vaticinar su éxito o su inevitable fracaso, pero el reconocimiento del deterioro norteamericano de finales de siglo y la necesidad de dar un cambio estratégico en las prioridades de la nación le han convertido, virtualmente, en la exclusiva alternativa de 1992. El cambio que propone Clinton, el desarme programático de Bush y la irrupción de Perot, han ayudado al menos a reverdecer la democracia en EE UU.

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