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El Estado, las guerras, los soldados y los insumisos

El Estado moderno es el protagonista principal de las guerras y debe dotarse del órgano adecuado para ejercer la función bélica, pero sin aspirar a más, afirma elarticulista. Y agrega que no es rechazable el modo de pensar de los insumisos, ya que hay leyes buenas y leyes malas: aquéllas deben cumplirse, y éstas, reformarse.

Muchos de los que se empeñan en sostener la necesidad del servicio militar obligatorio suelen recurrir a menudo a la argumentación que se esquematiza a continuación:

1. La guerra es la defensa de toda la nación frente al enemigo común. Por tanto: 2. Todos deben contribuir a ella. De ahí que: 3. El mejor ejército nacional es el constituido por ciudadanos libres, formados durante el servicio militar y en los posteriores entrenamientos periódicos. 4. Los pacifistas, en un Estado democrático, pueden recurrir a la prestación social sustitutoria para no violentar sus convicciones personales. Por todo lo anterior: 5. Los insumisos han de ser, por fuerza, especie a anatematizar, porque no sólo se niegan a contribuir a la defensa común, sino también a aceptar las leyes vigentes, base del Estado de derecho.

Ashley Montagu, el certero investigador de las causas de la agresividad humana, afirmó: "Las guerras modernas no las hacen las naciones ni los pueblos ( ... ), las hacen habitualmente unos pocos individuos desde posiciones de gran poder ( ... ), con la pretensión de una completa rectitud moral".

Cada vez va calando más en las conciencias de los hombres el hecho de que la mayoría de las guerras es asunto positivamente interesante sólo para unos pocos, y que, por el contrario, derraman calamidades y miseria sobre la gran mayoría de los que en ellas participan, además de que, para el conjunto de la humanidad, representan un paso atrás en su evolución racional.

Si los griegos, en algunos casos, lucharon en defensa de sus leyes y de sus libertades -ejemplo al que suelen aferrarse muchos de los que sueñan con un ejército ideal de ciudadanos-soldados-, el caudal de fervor popular que desencadenó la Revolución Francesa fue enseguida manipulado y derrochado en unas aventuras militaristas que tifieron a Europa de sangre.

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Esos "pocos individuos en posiciones de gran poder" siempre han sabido mover las palancas de las motivaciones populares para llevar a cabo sus guerras, conquistar territorios o colonias, tener acceso a recurso, naturales y, sobre todo, satisfacer sus propios intereses.

Hasta una guerra con tanta legitimación democrática comc lo fue la II Guerra Mundial -que aspiraba a la destrucciór del fascismo y del nazismo- tampoco fue la guerra de "todos los ciudadanos". Hubo franceses, muy inspirados por el Gobierno de Vichy, que veían en el ocupante alemán sobre todo una esperanza de ley y orden, como hubo españoles que a comienzos del siglo XIX vieron en los ejércitos napoleónicos un futuro más ilustrado y progresista para un pueblo, según ellos, atrasado y reaccionario, y no secundaron los alzamientos populares contra el invasor francés.

Raras veces las guerras son sentidas por igual por todos los ciudadanos de una nación. La guerra de Vietnam, por suscitar ecos muy diversos y contradictorios entre los norteamericanos, fue la causa principal de la abolición en Estados Unidos del servicio militar obligatorio.

Aventuras militaristas

Las inevitables aventuras militaristas de los Gobiernos -al servicio de Ios supremos intereses del Estado", como se suele decir- son mejor servidas por profesionales de las armas que por reclutas forzosos que pueden no creer en las justificaciones oficiales de los conflictos.

Las guerras, pues, las hacen los Estados -las deciden y dirigen quienes controlan la maquinaria estatal-, y los pueblos, si se sienten motivados, contribuyen con entusiasmo al esfuerzo bélico, y, si lo consideran ajeno, van a morir como borregos o buscan los modos más eficaces para eludir tan alto coste personal. Es lo que nos muestra la historia más reciente.

Por eso, tampoco es cierto el segundo peldaño de la argumentación antes citada: no todos contribuyen por igual a la guerra. Habría que empezar recordando la incomprensible exclusión de la mitad femenina del género humano a tan universal "deber" y las extrañas razones que para ello aducen los defensores del reclutamiento obligatorio.

Además, si para los griegos clásicos constituía el máximo honor morir en el campo de batalla en defensa de su ciudad-estado, la racionalidad moderna no estima honroso morir anónimamente por una causa desconocida, frente a un enemigo contra el que muy a menudo no existe animosidad alguna y en una guerra en la que sólo se interviene de modo pasivo y en cuyo desencadenamiento no se ha tenido arte ni parte. Los miles de muertos que "cubrieron de sangre los campos de Francia" durante la I Guerra Mundial son muertos inútiles, sacrificados a un dudoso sentido de las patrias, a la inepcia de algunos mandos militares y a la obstinación y ceguera de algunos políticos, y sólo contribuyeron a retrasar algunos decenios la final desmilitarización total de las relaciones franco-alemanas que conocemos hoy. Los que entonces se opusieron tímidamente a tal carnicería eran los que intuían el sentido verdadero de la historia, si es que tal cosa existe. Los que la fomentaron e hicieron posible, aun héroes de sus respectivas patrias, deberían rendir cuentas por tanta estéril mortandad.

De modo que siempre hay algunos para los que las guerras son "más guerras" que para otros. Los que mueren y los que mediante la guerra no multiplican su poder o su fortuna. La tradición de la redención a metálico o del soldado "de cuota" se extiende a todos los ejércitos. Aunque hoy es aspirante a ser nombrado candidato a la presidencia de Estados Unidos, alguien que tampoco estaba muy de acuerdo con lo que su Gobierno estaba haciendo en Vietnam, aunque pensara que el cumplir con sus obligaciones militares contribuiría favorablemente a su futura carrera política, el aspirante demócrata a la presidencia de Estados Unidos no hubiera ido al Extremo Oriente a morir en defensa de su patria sino a pasar el inevitable trago amargo cuya omisión hubiera podido manchar su historial político.

Ciudadanos libres

Así que esos ciudadanos libres, formados en el servicio militar obligatorio y periódicamente puestos al día con maniobras y ejercicios, sólo pueden constituir un ideal si se es consciente de todo lo anterior. Los ciudadanos libres de hoy, si son prósperos, se preocupan más de sus negocios que de empuñar las armas para defenderlos, y prefieren pagar a otros para que lo hagan, El espíritu de Grecia no va reverdecer. Por otro lado, un pueblo hostigado, acorralado, que se sienta en peligro, se militariza instintivamente. No hace falta un servicio militar obligatorio establecido por la ley para que todos los ciudadanos, incluidas las mujeres, se hagan soldados. En caso contrario, si no hay nada concreto que hacer, el ciudadano libre no desea perder el tiempo en abstrusos ejercicios de defensa frente a lo desconocido, y no puede reprochársele por ello. Prefiere tener un cuerpo de profesionales que le aseguren el nivel defensivo necesario para el tiempo de paz, del mismo modo que desea que sean profesionales quienes atiendan sus servicios de orden público, salud, educación o correos.

Los puntos 4 y 5 de la argumentación inicial están muy relacionados entre sí. Es de justicia, en toda sociedad libre y democrática, que quien no desea empuñar las armas no lo haga, y no es necesario envanecerse por que exista una ley que permita a algunos pacifistas no verse obligados a hacer el servicio militar. Si no se obliga a nadie a ser policía, médico o sacerdote, no se entiende ya por qué hay que obligarle a ser soldado. Que la actual ley en vigor hoy en España tenga un inocultable fondo de desconfianza y obligue a quien quiera acogerse a ella a aceptar el juicio de un órgano burocrático que confirma o rechaza sus motivaciones más íntimas es un defecto que, como la ignorancia de la objeción sobrevenida en filas, habrá de ser corregido lo antes posible si se desea que tal ley concite el necesario respeto. Lo que nos lleva al punto 5 de la argumentación que dio origen a estas reflexiones.

No es posible rechazar sin más consideración el modo de pensar de los insumisos, porque, si bien es cierto que la ley ha de cumplirse como base ineludible del Estado de Derecho, también es cierto que hay leyes buenas y leyes malas: aquéllas deben cumplirse, y éstas, reformarse. Hay que agradecer a quienes con su esfuerzo y sacrificio personal facilitan la modificación o la abrogación de las leyes malas, frente a la apatía generalizada de los demás que evitan complicarse la vida. El insumiso irá a la cárcel, y con ello estará dando un ejemplo de valentía moral al no aceptar aspectos legales que estima una intromisión en su conciencia, y al ser coherente con su forma de entender la vida. (No todos pueden vivir con la simple lógica personal del Nazarín de Buñuel, pero si algunos pueden hacerlo se convierten en ejemplo que nos ilustra a los demás.)

En resumen: el mundo actual tiene un mayor nivel de información que el de nuestros antepasados griegos. Sabe que raras veces una guerra concita el sentir unánime de un pueblo y que es más frecuente que las guerras beneficien a una minoría en perjuicio de la mayoría. De ahí que el resto del razonamiento esquematizado al comienzo de este artículo resulte de muy dificil sostenimiento. El Estado moderno, en tanto que subsista como tal, es el protagonista principal de las guerras. Por tanto, debe dotarse del órgano adecuado para ejercer la función bélica, pero sin aspirar a más. Y sin engañar a los ciudadanos, que, al fin y al cabo, son los que acaban perdiendo en todas las guerras. Incluso en aquellas en las que sus armas salen triunfadoras.

Alberto Piris es general de Artillería, colaborador del Centro de Investigación para la Paz.

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