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El retablo de las maravillas

El secreto de Estado mejor guardado en este último tiempo es el monto real del gasto público: los alemanes no saben a ciencia cierta lo que de verdad les está costando la unificación, así como los españoles probablemente nunca conozcamos el precio exacto de la Expo 92. En teniendo el poder no faltan medios, todos legales, para peinar los presupuestos, de modo que pérdidas netas pueden pasar por inversiones productivas. No me cabe la menor duda de que si el PSOE permanece en el Gobierno, la gran fiesta sevillana reportará ganancias, todo lo más un equilibrio presentable entre costes y beneficios. Sólo en el caso improbable de que ganase la oposición quedaríamos estupefactos ante la cuantía del despilfarro. Prueba de la manipulación que nos espera es haber anunciado ya un millón de visitantes en la primera semana, sin distinguir cuántos de ellos con entrada de un día y cuántos con pase de temporada.Difícilmente cabía esperar que la República Federal hubiera podido negarse a la unificación, en razón de altos costes: la discusión, que se plantea cada día con mayor acritud, consiste únicamente en dilucidar si la forma como se ha llevado a cabo, destruyendo la base productiva de la antigua RDA pese a lo rentable que ha sido para las empresas occidentales, a la larga no resulte excesivamente caro para el conjunto de los ciudadanos; y no sólo por gravar el erario en exceso, sino, sobre todo, por los cambios profundos ocasionados en la estructura social del país y en la financiera del Estado, que amenazan con el desplome del Estado de bienestar que se diseñó en la segunda posguerra.

En cambio, no era difícil imaginar opciones mucho más rentables para las sumas ingentes enterradas en la Exposición Universal. En vez de argumentar con la infraestructura vial que se ha construido con motivo de tan magno acontecimiento, habría que presentar el plan de carreteras que se hubiera podido financiar sólo con lo que en la Expo son gastos a fondo perdido.

Extraña a primera vista que no se haya pensado en proyectos más adecuados para desarrollar Andalucía, si éste era el objetivo principal; una reflexión más reposada conduce a la conclusión bastante pesimista de que si en el ambiente de una cultura señoritinga de la ostentación y del derroche ponemos en la balanza mentalidad y carácter de los que tomaron la decisión, tal vez no hubo alternativa. Dicen que se llama realismo no pedir peras al olmo.

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Se ratifica al comienzo del periodo socialista la petición de Exposición Universal para Sevilla, una vez que Chicago, con muy buen sentido, declina tan alto honor: aunque nadie hubiera podido prever los acontecimientos de los años 1989-1991, que convierten la celebración sevillana en algo entre inoportuno y anacrónico, de algún modo se palpaba ya que el mundo no estaba para exhibiciones triunfalistas.

Los españoles, pese al discurso contrario, seguimos encerrados en nuestro tiempo, al margen del tiempo real del mundo desarrollado. Nuestros relojes marcan otra hora, y en el nuestro, el año emblemático, aunque poco clemente, de 1992 señala el mediodía. Nos hemos. empeñado en mostrar el sol de España por el camino más fácil del propio lucimiento, aunque fuera sea de noche y caigan chuzos.

Las obras marcharon al ritmo español, que por una vez coincidía con el mundial: lentitud y desapego. En los dos últimos años se impone una aceleración vertiginosa que dispara los gastos. Para ganar dinero rápido nada mejor que grandes inversiones improductivas, con un monopolio de compra por parte del Estado: es la base económica del negocio de la fabricación de armas; es también la base del gran montaje de la Expo, tan inútil que, una vez inaugurada, hay que empezar a pensar para qué podrá servir dentro de seis meses. Por lo pronto, una cosa es segura: su utilización, de la forma que fuere, exigirá nuevas inversiones.

Una vez comenzada la obra había que terminarla, y terminarla a tiempo: el Gobierno había centrado en ello nada menos que el orgullo nacional, dispuesto a gastar lo que fue se con tal de salir triunfante. Éxito tanto más perentorio haber fracasado otros objetivos más razonables, como aquel de que "España funcione", después de haber establecido pautas de conducta social más competitivas en el campo productivo y más solidarias en el reparto de la riqueza.

Hubo un tiempo en que los socialistas medían la modernización con estos dos criterios: aumento de la productividad, condición ineludible para un crecimiento económico sostenido, pero también de la solidaridad, que, al hacer a la sociedad más homogénea y menos conflictiva, permite reunir fuerzas para mejorar la capacidad productiva. Fracasados estos dos objetivos, al cabo de 10 años de poder socialista, la tan traída y llevada modernización ha quedado reducida a salir con buen pie del 92.

La Expo sustituye la no lograda modernización por una banal apariencia de modernidad. Cual nuevo retablo de las maravillas, erigido únicamente para levantar el asombro, crea un mundo en que nada es verdad de lo que vemos. A una población ya de por sí dependiente de los medios audiovisuales, se le ofrece el mundo a través de miles de pantallas de distinto tamaño, como si se tratase de confirmar que sólo es real aquello que vemos encuadrado en el retablo mágico. Ya sé que el que no ve las maravillas que se exhiben en tanta pantalla gigante es porque "tenga alguna raza de confeso, o no sea habido y procreado de sus padres de legítimo matrimonio". De antemano me declaro judío y bastardo, pero se me permitirá decir algo tan obvio como que el planeta en que vivimos nada tiene que ver con el que se proyecta, nunca mejor dicho, en la Expo, ni de lejos España ocupa en el mundo el espacio que se ha apropiado en la isla de La Cartuja. En la Exposición Universal de Londres de 1851, Inglaterra era la primera potencia industrial del mundo; en la Exposición Universal de París de 1900, Francia se acercaba a la imagen que se quería dar de ella, o, por citar la última en Osaka, Japón es a finales de siglo la potencia industrial ascendente. Nosotros únicamente la justificamos por la fecha: descolgada por completo de la realidad presente -¡para exposiciones están el país y el mundo!-, se agarra por los pelos a una conmemoración tan controvertida -que hubo que cambiar nuestro descubrimiento por la era de los descubrimientos, que, en rigor, coincide con la de la humanidad toda, objetivo tan disparatado, que se comprende que el pabellón de lo dedicado a este tema acabase simbólicamente, pasto de las llamas.

Cuando hace agua por todos los costados nuestro modelo de crecimiento económico y no responden ni siquiera los índices macroeconómicos en los que habíamos centrado toda el esfuerzo; cuando la carencia de una política de industrialización empieza a dar sus frutos con la desindustrialización de algunas regiones españolas; cuando el cuello de botella de nuestro sistema educativo nos obliga a despedirnos del futuro brillante que habíamos vislumbrado en un momento en que no se había alcanzado el grado de competencia feroz que se percibe en el horizonte y todavía podíamos disfrutar de una buena parte del ahorro europeo, para mayor cúmulo de desgracias hay que celebrar el 92.

Muchos temíamos al 93. La sorpresa es que el 93 haya antecedido al 92 y tengamos que celebrar nuestros grandes éxitos desde la percepción clara de

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nuestro fracaso. Meses antes de lo previsto, el Gobierno se ha visto obligado a reducir las prestaciones al desempleo, y puede que antes de que termine la fiesta sevillana haya que rem cortar drásticamente los costes de la Seguridad Social. Y no es que tamañas reducciones -hacía tiempo que había que contener el déficit público- se deban exclusivamente a los gastos extraordinarios de la Expo, pero nadie negará que el jolgorio andaluz no haya contribuido a tener que tomar medidas harto impopulares en el momento más inoportuno. Obligado a trasladar el 93 al 92, lo tiene crudo el Gobierno: por un lado, festeja haber llegado a la modernidad de la manera menos moderna, con fausto y dispendio como si España fuese la Persia del sha; por otro, pide comprensión y solidaridad para una política dura de recortes presupuestarios, cargando la operación -eso sí, como es debido- sobre las espaldas de los más desfavorecidos, que no en vano son también los más entusiastas del retablo de las maravillas.

Fracasada la política de realidades, no queda más que refugiarnos en una de apariencias. Cuanto menos se es, más hay que aparentar; de ahí ese afán de enseñar al mundo, pero sobre todo a nosotros mismos, todo aquello en lo que habíamos soñado y que no hemos conseguido: un país libre, socialmente equilibrado y que funciona. No sé si va a resultar creíble este mensaje en el interior: vivimos en un mundo en el que la imagen es todo y hace tiempo que el Gobierno no apuesta por otra cosa. Pero si por un momento nos ponemos en la piel de los otros, no puedo retener dos comentarios. Vistos desde la América hispana, parecemos nuevos ricos mostrando a los parientes pobres los muchos cuartos de baño, con toda la moderna tecnología importada, de que nos hemos dotado en la nueva casa; los países ricos, inquietos por la incertidumbre reinante en los tiempos difíciles que vivimos, nos dan una palmada en el hombro, mientras comentan por lo bajo la irresponsabilidad y el mal gusto de haber gastado tanto en vano.

Ignacio Sotelo es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Berlín.

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