País
Un amigo mío tuvo que ir hace unas semanas al Ministerio de Educación. Entró en un despacho y se encontró con que la secretaria que debía atenderle se estaba depilando las piernas a la cera, en medio de un revoltijo de cazuelillas humeantes, espátulas y tiras de cera ya arrancada, endurecidas y erizadas de pelánganos. Hay que reconocer, sin embargo, que la mujer abandonó su actividad y se ocupó inmediatamente de mi amigo. Peores son los conserjes que se pasan el día con la pechera desplomada sobre sus mesitas, dormitando, y que te contestan con un ladrido. Y los que llegan al trabajo una hora más tarde y se van dos horas antes; y los jefes de servicio que no dan servicio, y los funcionarios que nunca funcionan. La incompetencia y el morro inmenso no son una exclusiva de la Administración pública, pero quizá sea ahí donde más resplandecen. Mucho hablar de posmodernidad, de trenes de alta velocidad y de futuro, pero viendo algunos modos nacionales se diría que no hemos cambiado nada desde que Larra escribió Vuelva usted mañana hace siglo y medio.Aunque, si uno se fija bien, sí que hemos cambiado. Por ejemplo, de nuestra tradición cultural hemos perdido lo mejor: cierto sentido placentero y pausado del vivir, la solidaridad con el compadre, el cuidado de los viejos. Pero conservamos lo peor: el amiguismo, la chapuza, el choriceo, la mala educación, la ineficacia. Y de la nueva sociedad hacia la que vamos, modelo capitalismo avanzado y hollywoodiense, hemos adquirido todo lo malo: la avidez por el dinero, la competitividad feroz, la abismal marginación de los pobres. Pero no hemos aprendido aún las cosas buenas: las reglas de convivencia, la eficiencia, el civismo. Estamos en tierra de nadie, en lo peor de ambos mundos, con una pierna en cada sociedad y el culo al aire. Un momento negrísimo.