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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Como un transatlántico

DESPUÉS DE reconocer la victoria conservadora en las elecciones generales celebradas en el Reino Unido, un político laborista afirmó ayer que Ios británicos son como un gran transatlántico: tardan un tiempo increíblemente largo en cambiar de rumbo". Hoy no puede siquiera sugerirse que quisieran empezar a darle la vuelta al barco. Tras unos resultados tan favorables para el partido del primer ministro John Major que ni los más optimistas se habían atrevido a vaticinarlos, los conservadores se han asegurado de que en 1996 habrán estado ininterrumpidamente en el poder durante 17 años. Una plusmarca a la que sólo se acercará el Partido Republicano en Estados Unidos si el presidente Bush consigue la reelección en noviembre.Lo primero que suscita el resultado de anteanoche es una seria duda sobre la fiabilidad de los muestreos preelectorales. Como en 1970, cuando Edward Heath ganó contra todo pronóstico en los comicios generales que le oponían a los laboristas, durante la presente campaña electoral se había vaticinado una victoria laborista. Sólo en los últimos días se comenzó a sugerir que las intenciones de voto estaban demasiado igualadas como para aventurar un resultado claro y que, ganara quien ganara, no se produciría mayoría absoluta; por ende, resultaría indispensable contar con los liberal-demócratas para formar Gobierno.

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Ni siquiera tan prudentes formulaciones se han aproximado a lo sucedido realmente. Los conservadores han renovado su mayoría absoluta; los laboristas han quedado lejos como segundo partido; los liberal-demócratas han sido desplazados como fuerza política con la que contar, y los nacionalistas escoceses (de quienes se esperaba el gran empujón que confirmaría la opción independentista de futuro) casi han desaparecido de la escena.

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El triunfo del Partido Conservador es significativo por tres razones. En primer lugar, ha consagrado a John Major como el líder de la derecha británica, barriendo al fantasma de Margaret Thatcher, sin cuyo firme liderazgo parecía que los tories se desintegrarían. Major ha ganado proyectando una imagen amable de sí mismo y de su política. Y los mismos electores -muchos de ellos, antiguos laboristas ya votantes de una Thatcher que había hecho posible su prosperidad en los ochenta- han renovado su confianza en un Major del que esperan que será ahora capaz de sacarles de la recesión económica que padece el Reino Unido. La campaña del primer ministro, basada en su visión de una sociedad sin clases en la que la norma sea la igualdad de oportunidades y el disfrute de los réditos del propio trabajo sin que el fisco los esquilme, ha convencido a sus compatriotas.

En segundo lugar, la victoria conservadora es significativa no sólo porque ha sido elegido un hombre de la calle, sino porque ha sido la opción de la gente corriente que se ha identificado con él. Es evidente que el presupuesto presentado en la Cámara de los Comunes pocos días antes de la convocatoria de elecciones (y que los laboristas tildaron de "soborno al electorado"), con nuevos beneficios fiscales y relajación de la presión impositiva, ha producido los resultados apetecidos. Los británicos han rechazado instintivamente la eminentemente honrada oferta laborista de mantener los impuestos para poder dar mejores servicios públicos de educación y sanidad y enderezar la economía. Han votado, sencillamente, por quienes les parecía que iban a mejorar las cosas al menor coste posible y por quienes intuían que representarían mejor sus intereses frente a Europa. La City se ha apresurado a reconocerlo con una espectacular subida de las cotizaciones en Bolsa.

Finalmente, los resultados van a producir una cadena de consecuencias de singular trascendencia para la vida política del país. Por una parte, el futuro del líder de la oposición, Neil Kinnock -que ha perdido unas elecciones generales por segunda vez consecutiva-, parece acabarse. No es menos sombrío el porvenir de la opción liberal-demócrata de Paddy Ashdown: con muy pocos parlamentarios elegidos y sin capacidad de ser el partido bisagra, sus esperanzas de ver que se cambia la legislación electoral a un sistema proporcional con el que se reconozca la fuerza real de sus sufragios parecen definitivamente arrumbadas. Lo mismo puede decirse del independentismo escocés, malparado en las urnas y enfrentado a un Partido Conservador que será implacable con sus aspiraciones. Y por fin, deberá verse la consecuencia de la pérdida de escaño por el portavoz tradicional del Sinn Fein (el brazo político del IRA) a manos de un independentista católico mucho más moderado.

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