Posesión
Nunca aquel intelectual estuvo tan brillante como esa mañana en la cabecera de la pista del aeropuerto de Francfort cuando comenzó a explicar a la compañera sentada a su lado en clase preferente que ese viaje en avión juntos con destino a Milán iba a ser un acto de posesión entre los dos. Mientras el avión calentaba motores con enormes rugidos, el intelectual, sin ningún pudor, insinuó a la dama que semejante furia era la berrea que el deseo producía y la animó a considerar el despegue como si se tratara de una poderosa erección. El aparato levantaba su volumen aerodinámico con suma fuerza hasta las nubes y la pareja de nuevos amantes iba recostada en las butacas subiendo, aunque en ese momento sólo él sentía que el fuselaje del avión era una parte de sí mismo que se le escapaba por el vientre. Ella contemplaba con admiración semejante milagro y pronto entró en el juego. Pudo considerar por un instante que aquel intelectual se excedía sobremanera en la valoración de sus genitales, pero la mujer sonrió con cierta curiosidad cuando él le dijo que en el aire toda hembra es la tierra. Ambos se cogieron de la mano. Durante el vuelo, que no fue muy largo, estos amantes desconocidos hablaron de fantasías amorosas, las cuales acrecentaban su pasión a medida que el viaje iba alcanzando el final. Ahora el avión había iniciado el descenso casi en picado entre bramidos de deseo, y abajo estaba la tierra húmeda, llena de lagos abiertos esperando ser poseída. Al oído, el intelectual le murmuraba a la dama que la convulsión de los motores era la medida de su amor por ella, y abrazándola le pidió que se contemplara a sí misma tendida como aquel valle que se veía por la ventanilla, una profundidad a punto de ser penetrada. Cuando el avión tocó la pista, la mujer sintió un golpe en las entrañas y a continuación sonaron alrededor unos confusos gemidos de placer que no cesaron hasta que el aparato llegó a la terminal del aeropuerto. Allí los amantes recogieron el equipaje, se despidieron y ya no se han visto más.
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