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El precepto negativo

Poco más o menos contemporánea del fuego debió de ser la formulación del primer precepto. "No hagas eso" pudo ser muy bien, en un principio, una norma de seguridad a fin de que el compañero no se abrasara la mano. Pero que pronto debió ser complementado con el "no hagas eso o te quemo" que utilizó quien controlaba el fuego para obligar a su compañero a conducirse según unas determinadas normas. La comunidad contaba con un gobierno, y sin duda tenía un portavoz que se ocupaba de informar a todos los miembros acerca de lo que se podía y lo que no se podía hacer. Lo importante, lo que debía ser conocido y acatado por todos, era lo segundo, el precepto negativo, esto es, la prohibición o el tabú.De suerte que la norma se divide en recomendaciones positivas, de cumplimiento plausible, y leyes negativas, de obligado acatamiento. De las tablas de la ley, cuatro positivas rigen la vida espiritual, individual y hogareña del individuo, en tanto que seis negativas acotan su conducta social. La diferencia entre ambas clases de preceptos no puede ser más radical: en tanto el individuo es libre -y allá se las componga si no lo hace- de obedecer las recomendaciones positivas, si incumple los preceptos negativos (los que configuran la paz y la convivencia sociales) puede atraer sobre sí todo el peso de una justicia diseñada con la figura del castigo para mantener la contención y la obediencia. La misma figura del castigo reproduce a la perfección la heterogeneidad entre los preceptos positivos y negativos; el incumplimiento de los primeros se paga en la conciencia, o en el alma en otras palabras, en tanto que el de los segundos se cobra en el cuerpo del infractor, sea la amputación o la muerte, en la ley del Talión, o sea la reclusión y la pérdida de algunas libertades, en la sociedad moderna.

No deja de ser curiosa la heterogeneidad que en el cuerpo de las leyes introduce la negaciónn. Tal vez sea un principio natural, perdido de vista y casi desvanecido por una cultura numérica que, por sucinta que sea, acostumbra a la conciencia a no ver en la negación más que la oposición simétrica a la afirmación, a buscar una equivalencia -y no metafórica- entre el no y el signo menos del álgebra. Pero nada en la gramática da pie para establecer una equivalencia entre el no y el menos. No hacer una cosa no es hacer su opuesta, porque en la conducta del hombre frente a la acción A no cabe una acción -A, completamente simétrica y opuesta, que anule a la primera. Entre la A1 y la -A2, por así expresarlo, existirá siempre un diferencial, por minúsculo que sea, que no deja las cosas a cero. Existe una excepción gramatical, que siempre me ha llamado la atención y nunca he sabido explicarme, que insinúa la existencia de esa oscura y nunca bien explicada heterogeneidad introducida por la negación. El no, como lodo adverbio, no altera el régimen de la frase, y lo mismo se conjuga el verbo en su forma afirmativa que en la negativa. Excepto en el Imperativo, que debe ser el modo de la ley por excelencia, para el que la anteposición del no obliga a flectarlo hacia el presente del subjuntivo. Parece ser que en toda la literatura castellana sólo existen dos excepciones a la excepción: una en el conde Lucanor, que dice: "Non fablad, callad"; y otra en el romance del conde Dirlos, que reza así: "No mirad a vuestra gana, mas mirad a don Beltrane". En general, la frase de subjuntivo en castellano no se sustenta en el presente, y viene dictada en el , asado o apunta hap

cla un futui o en el que se perfeccionará o completará la acción. Es ciertamente la misma estructura imperfecta del precepto negativo que dictado en el pasado ha de esperar al futuro para revalidar su efectividad, pues en su presente inocente tan sólo sirve para paralizar la acción. Todo su potencial reside en el castigo -el que perfecciona la acción-, sin el cual la conservación de las condiciones de campo del, presente inocente quedaría encomendada a otras fuerzas independientes de la jurisprudencia. Por ejemplo, a las leyes biológicas.

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El castigo introduce una segunda serie de heterogeneidad para restablecer el desequilibrio provocado por el delito. Una vez más, la acción negativa no es simétrica a la positiva, y son muy pocos los casos en que la reparación del delito queda satisfecha con la anulación -tantas veces imposible- de sus consecuencias; la ley no se conforma con la devolución de la cantidad robada por el ladrón, al que aplicará un plus de penitencia para hacerle comprender que el delito en sí, aunque sus consecuencias hayan sido compensadas, devenga unas deudas. Sólo por entrar en acción, la ley cobra; con su intervención, por un lado, mantiene el equilibrio y el respeto a sus reglas, y por otro, se retribuye a sí misma. Y quizá sea ese plus de penitencia, disimulado por la heterogeneidad no contingente entre el delito y el castigo, el secreto para mantener en servicio un instrumento de regulación que si se limitara a garantizar la reciprocidad de los actos punibles podría ser sustituido por una mas primitiva y directa conducta. Pero de ahí cabe deducir, aunque imperfectamente, que la ley no sólo se alimenta y vigoriza con el delito y que sólo con su comisión se demuestra efectiva, sino que a la fuerza ha de fomentarlo para que en ningún momento el equilibrio social pueda fiarse a la oposición de una acción y reacción homogéneas. Aquella advertencia dictada por la solidaridad, "no hagas eso, que te quemas", no tenía otra derivación posible que "si haces eso te quemo" para hacer del miedo un instrumento de la razón.

En el libro primero de La república -ese incongruente tratado de política que al parecer Platón no pensó dos veces, que de habérselo guardado (y con él el abominable mito de la caverna) habría ahorrado a la humanidad un buen número de horas de inútil estudio- Trasímaco, tras echar en cara a Sócrates toda su charlatanería y sus "tontas condescendencias", afirma que para él "lo justo no es otra cosa que lo que conviene al más fuerte", una afirmación que será recibida con las mayores protestas por sus interlocutores y que supondrá su desaparición para el resto del diálogo; y con ella la pérdida del único conversador atrevido y picante. Pero la historia demostrará en demasía la inconsistencia de las ideas de Sócrates para dictar las leyes que rijan una ciudad perfecta, al tiempo que el apareamiento sistemático y no contingente entre la justicia y la fortaleza. En eso las cosas han cambiado poco desde que quien, al saber encender y controlar el fuego, acertaba a convertirse en portavoz de la comunidad para dictar los proyectos acerca de lo conveniente y lo inconveniente, lo justo y lo injusto, lo legal y lo ilegal.

Juan Benet es escritor.

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