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Los acontecimientos

El mundo occidental entró en el año agobiado por dos problemas. El uno era la incertidumbre. El otro la indigestión. Las fiestas habían transcurrido bajo el sello de un ultimátum. Las mesas se presentaban copiosas, los bailes concurridos, pero era como celebrar un banquete con un revólver en la nuca, o brindar con la mujer que uno desea mientras los cocineros se pasan la consigna de degüello y hay ruidos sospechosos que llegan al salón. De modo insensible, bajo presión americana, un embargo que tranquilizaba las conciencias había pasado a convertirse en una máquina de guerra. El enemigo era temible, se decía. Poseía todas las sañas y no le asistía ninguna razón. El mecanismo se hallaba conectado para el día 15. Los acontecimientos se precipitaban. Daban ganas de sacar de la cama a Francis Fukuyama y su final de la historia para ver si con un silogismo paraba el reloj.Hay principios que merecen una guerra, proclamaba The Economist. La ilusión es antigua, y el señuelo también. Uno cree defender la democracia y más prosaicamente está defendiendo a KIO. Hay quien piensa que un hombre es un voto, y Exxon vota por todos y administra el pastel. No nos engañemos. Como el pirata de Conrad, más vale conocer al hombre por sus intereses que por sus principios. Entre el Tercer Mundo y nosotros los principios juegan el miserable papel de los alcahuetes, encubriendo las vergüenzas que a la gente honrada no le gusta contemplar. Los intereses envenenan el aire. Los principios son la máscara de gas. El hombre no podría vivir respirando solamente intereses, por eso se distribuyen principios y se organiza el Rally París-Dakar. Se me dirá que éstos son los comentarios de un escéptico, pero Clausewitz no me hubiera desmentido. La guerra que ha comenzado el jueves, despejando la incertidumbre de las bolsas, es una forma paroxística, pero caracterizada y sin duda alguna innovadora, del diálogo Norte-Sur.

En otros tiempos, mi amigo Alfonso y yo solíamos merendar en uno de esos bares que ofrecen bibliotecas de tortilla de patatas, y allí comentábamos los acontecimientos. Entonces la historia americana se escribía en Saigón. El jefe del Departamento de Estado, Henry Kissinger, negociaba en París con una mujer misteriosa, la señora Binh, diminuta y ladina, con aspecto de haber regentado alguna vez en el pasado un fumadero de opio. Retrospectivamente, Henry Kissinger aparece como el analista más errado de los tiempos modernos, a pesar de lo cual conserva intacto su prestigio, lo que da buena idea de su capacidad de persuasión. La noche en que cayó Saigón fue el título de una canción que puso de moda un grupo cuyo nombre he olvidado. Consagraba el final de una década, pero el acontecimiento real no provocó en Extremo Oriente ninguna desagregación. No cayó Singapur, ni Seúl, ni Taiwán, ni Hong Kong, como yo bien recuerdo que la diplomacia americana, defendiendo la intervención en Vietnam, había profetizado. Los cuatro dragones de Asia empezaron a gozar de una prosperidad económica sin precedentes, mientras la teoría del dominó que en principio les estaba aplicada, fermentaba en el campo adverso y han caído ya maduras en el cesto del libre mercado Praga, Budapest, Varsovia y Berlín. Me pregunto adónde habrá ido a parar la señora Binh. Henry Kissinger ya sabemos dónde está, es un halcón impreciso que merodea alrededor de la guerra del Golfo, sin jugar mayor papel. El escritor sionista Marek Halter señalaba su nefasta visión a corto plazo del problema jordano en aquel fin de verano del setenta (del problema palestino en Jordania, por expresarlo en términos demográficos), que ha pasado al olvido de las hemerotecas con el nombre de septiembre negro. El acontecimiento hubiera visto, sin el golpe fallido, a un Estado palestino reemplazar a la monarquía de Hussein. El interés de Israel hubiera mejorado considerablemente. Siempre es más fácil negociar fronteras con un pueblo dotado de un Estado que con un pueblo sin él. Kissinger no lo entendía así. A mi amigo Alfonso no le gustaba ese hombre. Decía que tras sus lentes se escondía un histrión. También me pregunto adónde habrá ido a parar mi amigo Alfonso, comentarista sin par de aquellos años. Era un muchacho cínico, audaz y, por contradicción, bastante perezoso. Yo le recuerdo, después de hacerle un traje a Kissinger, atacando el cuarterón de tortilla de patatas con un minúsculo tenedor.

A propósito de la anexión de Kuwait, mi amigo Alfonso hubiera propuesto, sin duda, una ucronía. La explicación es fácil. Ucronía es el nombre del planeta donde tienen lugar los acontecimientos que no han sucedido aquí en la Tierra. Es la atmósfera liviana del subjuntivo y del condicional, desde donde puede contemplarse la victoria de Napoleón en Waterloo si el mariscal Grouchy no hubiera sido un lerdo o un traidor. Así pues, siendo Kuwait un Estado cuya creación respondió exclusivamente a la defensa de los intereses británicos en la zona del Golfo, cabe preguntarse cuál hubiera sido la actitud del Reino Unido en la España exangüe de las guerras peninsulares si las minas de Río Tinto hubieran supuesto para el imperio británico el mismo interés. No cabe duda de que la provincia de Huelva sería a estas alturas un emirato independiente, lo mismo que Joe Bossano, sin ucronía alguna, gobierna el emirato independiente de Gibraltar con absoluto desprecio de las cláusulas de Utrecht. No veamos ironía en que las fragatas españolas vayan a defender los Gibraltares que el imperio británico dejó sembrados por el Golfo. España se ajusta a la política europea dentro del diálogo Norte-Sur antes explicitado. Lo quijotesco hubiera sido enviar campo a través tres barcos al Tíbet, ocupado militarmente por China, para exigir su evacuación.

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Sea cual fuere el resultado de la guerra y la hipótesis de posguerra, dos cosas habrán quedado claras. La hipocresía de las relaciones internacionales exige cumplir a rajatabla ciertas resoluciones de la ONU, mientras otras duermen en el limbo que acoge a los hombres de buena voluntad. En segundo lugar, la razón póstuma se la lleva De Gaulle. Decía el general a una nariz pegado que, a diferencia del consenso que suscita el derecho nacional, el derecho internacional no existe y se resume a una relación de fuerzas. La audacia del dictador de Irak midiendo las suyas no alcanzará su objetivo inmediato. Pero Estados Unidos ha arrojado sobre la mesa unos dados que aun terminada la guerra no habrán acabado de rodar.

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