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La otra cara de la escritura

A pesar de todas las acciones que se han dirigido en este sentido -naturalmente no valoro aquí las que se hayan podido tomar en el reciente IV Congreso de Escritores de España-, todavía existen escritores profesionales que no han podido resolver el tema de su Seguridad Social y de su pensión. Las radicales medidas tomadas por el ministerio correspondiente en su día no sólo no respondían a una consulta previa, sino que se ignoraba la razón de más peso: el escritor de libros no es un trabajador autónomo más, sino un autónomo de segunda, tercera o cuarta categoría, con lo que no siempre le resulta fácil pagar las elevadas cuotas.A raíz de un caso como el de Gabriel Celaya, alguien dijo por la radio que "no había que magnificar la situación de los escritores", que no tenía que ser una situación más digna que la de cualquier otro trabajador. Y, en principio, así debe ser, estamos de acuerdo. Lo que ignoraba quien así opinaba -o quería ignorar- es que, en líneas generales, un escritor no tiene los mismos ingresos que cualquier otro trabajador autónomo. Por tanto, el escritor no puede ser un trabajador autónomo más al que, automáticamente, se le introduce en las listas de un ordenador.

Aunque el proceso lógico y natural es que el escritor español tenga la misma Seguridad Social que cualquier otro trabajador del Estado, es necesario -mientras duren las irregularidades, mientras no se arbitren medidas definitivas, o incluso en el caso de que éstas se dieran- crear un fondo social que atienda a los escritores más desposeídos. Y cuando estoy hablando de escritores desposeídos me estoy refiriendo, sobre todo, a los de más edad, a los mayores. Para ello, considero muy razonables y factibles las tres soluciones que ya ha adelantado la Asociación Colegial de Escritores: la obtención de ese fondo a costa de la Ley de Dominio Público, la Ley de Préstamos de Bibliotecas y de los Derechos por Reprografía.

En un modelo de sociedad como el nuestro, que persigue la solidaridad entre los ciudadanos y acabar con las injusticias sociales, este tipo de medidas -tendentes a erradicar las situaciones más acuciantes y abandonadas- deberían adoptarse de inmediato. Sé que a raíz de algunos casos por todos conocidos, como el que antes he comentado, han vuelto a surgir dudas e incluso preguntas del tipo de: "¿Qué es un escritor? ¿Cómo se determina -o quién determina- lo que es un escritor de probada profesionafidad?" No creo yo que sea muy difícil determinarlo con justicia. Una comisión mixta creada al efecto podría precisarlo con gran detalle.

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Creo que, de entrada, hay cuatro razones poderosísimas (y clarísimas) para avalar la condición de escritor y hacer a éste merecedor de una atención no discriminatoria. Éstas serían, a mi entender, las siguientes: a) Como es obvio, es escritor la persona que, periódicamente, escribe libros. b) Lo es, de manera muy concreta, la persona que ejerce tal labor con una notable exclusividad. c) Refuerza esa profesionalidad la persona que subsiste gracias a toda una serie de actividades que prueban su entrega al libro (crítica literaria, traducción, periodismo, conferencias, etcétera). d) La situación familiar y económica del escritor.

¿Es que todas estas razones no acreditan una profesionalidad? Hay, concretamente, un grupo de autores doblemente colegiados -como escritores y como traductores-, ¿tampoco está probada la profesionafidad, la entrega y el amor al libro de ese medio centenar de escritores? Pienso, por tanto, que un escritor que reuniese las cuatro condiciones arriba expuestas ya prueba sobradamente su profesionalidad y es, por tanto, merecedor de las ayudas sociales que hoy tiene cualquier otro trabajador en España. Si hoy la Administración del Estado presta notabilísimo apoyo al trabajador en paro, al trabajador temporal (véase la ley recienternente aprobada) o al simple ciudadano desposeído de todo, ¿por qué no va a valorar, con exclusividad, al escritor profesional, a ese ser -excepcionalísimo en verdad en este sentido- que no puede (ni quiere) hacer huelga? Y no puede ni quiere porque sería renunciar a la esencia de su condición, que es la de expresarse con libertad. Para el escritor, escribir es lo mismo que respirar.

Se comprenderá, por ello, lo inadmisible que es la respuesta que se le dio en una delegación provincial a un escritor: "Pague usted las cuotas de la Seguridad Social o deje de ser escritor". La solución de estos problemas, en muchos casos extremos, se agrava cuando, a veces, son los propios escritores los que no cooperan a la dignidad de su profesión, cuando ironizan, ríen o simplemente no creen en tal profesión. (Y no estoy hablando de la ironía, el humor y el descreimiento como muy respetables temas literarios. Me refiero a actitudes personales). Recordaré, por lo que me toca, la actitud frente a la poseía, cenicienta hasta el tópico entre las publicaciones. Y digo hasta el tópico porque quizá, en el fondo, la poesía no tiene por qué venderse tanto como los otros géneros literarios. Empezaríamos a preocuparnos el día que así fuese. Otra cosa es la atención que se le debe prestar social y editorialmente, su descuidada difusión o el que no se reconozca el notable papel educador que siempre ha tenido y tiene.

Hay, pues, determinadas actitudes que poco o nada cooperan a la dignidad del escritor; esas actitudes que luego se van extendiendo entre los mismos escritores, entre los críticos literarios y, al final, entre los lectores; esas actitudes que van creando un entramado de incredulidad y pasotismo, una atmósfera de ironía y, en definitiva, de desidia. Y me hago eco de ellas porque son a veces los propios lectores, o algunos profesores, los que recuerdan a los escritores esas actitudes de ligereza del autor o del crítico que no comprenden. Acaban, así, compartiendo los lectores el descreimiento y la desinformación que les brinda la letra impresa y con los que todos salen perdiendo. No se trata de magnificar nada, sino simplemente de creer en lo que se hace.

Me parece también muy necesario estrechar y consolidar las relaciones entre escritores profesionales y mundo editorial. No quisiera generalizar en este punto, pues sabemos que la mayoría de los editores viven la labor del escritor como algo propio, como sustancia de su propia vida. Todos conocemos los nombres de esos editores especialmente sensibles. Incluso no falta, para bien de la literatura, la figura del editor-escritor. Pero qué duda cabe de que también existen algunas incompresiones, hielos que no se rompen, barreras que no se superan. Lejos ha quedado ya la imagen de los escritores como seres atrabiliarios y un tanto grotescos, como los practicantes de una tarea un tanto espuria, a los que se atiende según las circunstancias y el mayor o menor rendimiento comercial. Por ello, es necesario ahondar en una mejor valoración de la profesionalidad del escritor. Entre otras razones, porque -como atrás señalé- además de escribir libros, el escritor de profesión está -en algunos casos desinteresadamente- al servicio del libro. Sus artículos, críticas, declaraciones, textos antológicos, lecturas, conferencias, traducciones, hacen del escritor el primer y mejor colaborador del editor.

Ambas labores esenciales de escritores y editores están dirigidas en una misma dirección: sentir, hacer y comunicar la literatura como un patrimonio cultural de primerísimo orden, especialmente en estos tiempos en que cierto comercialismo poco serio, la competencia de la imagen, el mal uso de algunos poderes culturales y la desinformación de unos pocos tanto atentan contra la actividad de escritores y editores, contra la necesarísima revitalización de la lectura. Todos debemos seguir adelante con nuestro trabajo sin esperar a que el escritor -comportamiento harto frecuente entre los españoles- tenga que desaparecer físicamente para que se alcen loas, para que se valoren méritos y profesionalidad.

Antonio Colinas es poeta y novelista.

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