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Los hombres de Altamira y nosotros

He oído que la investigadora Matilde Múzquiz ha realizado descubrimientos notables respecto al modo de vivir de los hombres de la cueva de Altamira. Por ejemplo, ha inducido que en esas cuevas debían de alumbrarse haciendo arder la médula de los huesos largos, de la que -empapando en ella paja- basta una reducida porción para conseguir una luz difundida y poco fuliginosa que dura un par de horas y que permite pintar y contemplar lo pintado. De hecho, ella, con este sistema de iluminación y sobre un relieve artificial que reproduce el de las cuevas, ha pintado, ante cámaras de televisión, los animales representados en la cueva y usando la supuesta técnica, notablemente duradera, por ellos descubierta y perfeccionada. Me parece que -sea de este modo concreto o de otro alternativo- nada tiene de extraño que así haya sido. Centenares de miles de años antes de los habitantes de la cueva de Altamira, en la evolución prehumana del homínido, éste debió de adaptarse al ejercicio de una actividad animal específica caracterizada por una creciente actividad asociativa perfeccionada al compás del afinamiento, por selección natural, de dos capacidades congénitas complementarias, a saber, la de servirse cada vez mejor de la mano en la producción de útiles y la de emitir una creciente gama de gritos de comunicación. Esta especialización de la especie animal prehumana, que progresaría rápidamente a escala animal, hubo de culminar hace unas decenas de milenios en la palabra, que abrió el camino a la emancipación -característica de la actividad humana- de la dependencia directa de esta actividad de las específicas de animales de su entorno, dependencia, recíproca en que permanecen todas y cada una de las restantes especies animales, sometidas así a un proceso de evolución conjunta que las hace estrechamente interdependientes; de hecho, la iniciación de la palabra y con ello la posibilidad que ella implica de perfeccionar la conducta social y de acumular experiencia colectiva hubo de suponer una ventaja selectiva tan grande que la evolución comenzó a modelar rápidamente al homínido precisamente por su capacidad congénita de hablar. En este momento evolutivo llegarían con más frecuencia a dejar descendencia los homínidos, en trance evolutivo de convertirse en hombres, que pertenecieran a los grupúsculos que fuesen estando mejor capacitados para hablar. (Parece que se seleccionarían grupos dependientes de grupos, más que individualidades, con capacidad creciente de hablar, y ello como antesala del origen del hombre sensu stricto, del homínido hablante que ya ha escapado de la selección natural). Claro que durante todo momento de esta fase evolutiva, la ventaja selectiva esencial para el homínido hubo de consistir en el modelamiento de los caracteres neuromusculares que permitieran, por una parte, modular la palabra con creciente precisión, complejidad, rapidez e inteligibilidad, en voz baja y, finalmente, para sí en la reflexión constituida en hábito, y por otra parte, oírla y aprender a entenderla distintamente. Claro que el afinamiento de la palabra determinó complementariamente el reforzamiento del medio social prehumano y recíprocamente.En definitiva, el afinamiento de la capacidad congénita humana de adaptarse a vivir en la palabra, realizándose en medio social y contribuyendo a él ante toda coyuntura, debió de dotar muy pronto a escala evolutiva al homínido que inició la rampa ascensional de la palabra la configuracion neuromuscular que, emancipándose de la selección natural, fijó los caracteres somáticos que desde entonces nos son propios y nos distinguen del conjunto de los demás animales en el sentido más profundo, a saber, los que nos llevan a modelar todos nuestros contenidos de conciencia en términos (para bien o para mal) de otros hombres, de nuestro medio social privativo. Y esta fijación de las capacidades congénitas del hombre al emanciparse éste de la selección natural hubo de suceder algunas decenas de milenios antes de que nos dejara su testimonio pictórico el hombre de la cueva de Altamira.

Lo así descubierto nos impone que seguimos siendo el hombre que vivió en la cueva de Altamira y que, como él, sabríamos aplicar su experiencia social a vivir en su peculiar circunstancia, y, recíprocamente, que desarrollaríamos una creciente experiericia social a partir de una vida realizada en una actividad asociativa trabada por la palabra. (En todo descubrimiento antropológico opera este esfuerzo de compenetración, con esta base objetiva). Podemos imaginar lo que verosímilmente hizo el pintor de Altamira porque tenemos igual capacidad cognoscitiva congénita. Pero esto mismo nos da consciencia de la profunda ignorancia particular en que estamos respecto a este pintor o pintores en lo que le distingue de nosotros, porque no podemos imaginar los contenidos verbales de la palabra en que se realizó su pintura que, sólo ellos, podrían dar el sentido de ésta, a nosotros, iguales congénitamente a él, pero separados por los avatares culturales de tantos milenios.

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