_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El samovar de Anatoli

En la salida de Moscú por la carretera de Leningrado el sol del atardecer primaveral arranca destellos azules del canal que une la Moscava con el lejano Volga. Una prodigiosa obra de ingeniería del socialismo que realmente existió. En los márgenes del camino vagan las sombras de los miles de esclavos que vivieron y murieron en ese mismo lugar, en el campo de trabajo forzado que alimentó la construcción de la obra. Hoy los niños, tan rubios, ríen, y los mayores juegan a la perestroika. Es domingo por la tarde.Algo más allá la ruta atraviesa Szelenagrad. Grandes hileras de bloques de viviendas, exactamente iguales, igualmente dispuestos, como una banlieue de París, como un polígono de Madrid, pero con una uniformidad mucho mejor conseguida, en un prodigio de monotonía formal que sólo una mente planificadora puede alcanzar. Los bloques se extienden, hasta 150.000 seres, uno tras otro, en medio de una gran mancha de verdura, parques, árboles, flores y agua. Szelenagrad, o sea, "la ciudad verde". De cuando en cuando alguna imperfección del orden planificado rompe el paisaje, como ese gran edificio abandonado, con su estructura quebrada por un módulo mal ajustado, ruina estéril y amenazante que espera la designación de la oficina responsable de su demolición, un arcano secreto que sólo la historia futura podrá desentrañar si no es que el edificio condenado practica antes su propia eutanasia, desolado de sentir sus vigas corroídas por el viento invernal que pasa a través de su cuerpo desmantelado.

La ciudad verde tiene un corazón de microprocesador y una memoria informática. Es el Silicon Valley de Jruschov, imaginado y realizado en aquellos días en que la Unión Soviética aún creía en sí misma y en un futuro superior al del capitalismo. Szelenagrad investiga, diseña, inventa, fabrica lo mejor de la nueva tecnología soviética, la mayor parte con destino al agujero negro de esa máquina militar inútil en la que ha ido desapareciendo la Unión Soviética.

En Szelenagrad viven y trabajan decenas de miles de ingenieros y técnicos venidos de todos los confines de la Unión, llamados al mundo privilegiado de Moscú en función de sus capacidades: es la residencia y el lugar de trabajo de la élite tecnológica soviética. El 14 de marzo de 1990 los habitantes de Szelenagrad formaron una cadena humana de 25 kilómetros, desde su ciudad hasta la plaza Roja, e hicieron una huelga general, y todos los comités locales del partido comunista firmaron una petición en apoyo de su líder, elegido por ellos diputado para el Congreso. Su líder es Gdlayan, el ex fiscal que ha presentado pruebas de la corrupción personal de Ligachov y de otros altos dirigentes del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS). Szelenagrad pide que cesen las amenazas contra Gdalyan. Y quieren que dimita Ligachov. Oídos sordos. Pero el 1 de mayo de 1990 el mundo entero oyó a Szelenagrad. Ellos fueron los que en la manifestación de la plaza Roja abuchearon durante 20 minutos a Gorbachov y a los dirigentes del PCUS hasta que éstos abandonaron la tradicional tribuna sobre el mausoleo de Lenin. La vanguardia técnica de la Unión Soviética es la conciencia crítica de la perestroika.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Anatoli también es crítico. Y trabaja en Szelenagrad como ingeniero de telecomunicaciones. Pero su gran pasión, en cuanto llega el buen tiempo, es ir algo más lejos, siempre por la misma ruta, hasta su dacha. Anatoli es parte de esa élite técnica, y como tal tiene el privilegio de un pedacito de tierra en el campo. Y a este pedacito trasladó, tronco a tronco, una vieja casa de una aldea rusa, que reconstruyó con infinito cariño durante largos fines de semana. Tan pronto acaba el invierno, Anatoli y Valentina cavan la tierra, aún gélida, y plantan sus pepinos, sus patatas y sus flores. Y sueñan con un mundo en que la vida siga de nuevo su curso natural. Por ejemplo, que la economía siga las reglas del mercado. Ésa es, según Anatoli, la ley de la vida. Y todo lo demás, todo lo demás, ha sido un inmenso, estúpido, violento intento de ir contra natura durante 70 años. Para llegar al mismo punto. Habiendo pasado, entre tanto, por todo lo demás. Anatoli hace té en un gran samovar antiguo, de bronce y estaño. Enciende la leña en la chimenea central del gran samovar y reproduce los gestos centenarios. Con deleite. Afirmando una permanencia. Y ahora hablan de que van a cambiar. Quizá. Él vivió la guerra. De niño. Y no quiere que ni sus hijos ni nadie más la vuelvan a vivir. También los otros tienen que cambiar. El té es espeso e hirviente, y Anatoli filosofa sobre la tecnología, la perestroika y el alma rusa. Valentine ríe y duda de las grandes esperanzas. Pero afirma los entresijos de la vida. Para ella la gente nunca ha cambiado realmente. Todo fue una farsa, trágica para quien quedó atrapado en alguno de los laberintos, pero grotesca en su inutilidad para quienes vivieron simplemente, sin más, a través de las siete décadas que estremecieron al mundo. Hoy la tarde es dulce, el té y el sol calientan, el samovar borbotea de leña crujiente y la perestroika, al menos, deja vivir sin temor.

La ruta aún continúa y se adentra profundamente en el bosque, hasta llegar a un remanso de aguas claras en donde se yergue un mundo fantástico y en donde habita otro Anatoli, que tiene una colección de samovares de todos los tamaños, de todos los metales, de todos los fuegos de todas las leñas del bosque.

Este Anatoli también ha construido su mundo. Con sus propias manos. Sólo en el bosque y con el bosque, en el que vive, durmiendo bajo los árboles y junto al río. Anatoli el del bosque tiene un enorme cuerpo macizo, una gran cara tallada de la que centellean profundos ojos oscuros y una gran cabellera negra sujeta en la frente por ,un grueso cordel. Anatoli ha construido su aldea en el bosque. Ha recogido árboles caídos, los ha cortado, modelado, esculpido, grabado. Y los ha reunido formando casas, casas sutiles y fantasmagóricas, cruce irreal de su imaginación y de la memoria colectiva de la aldea rusa, como si Gaudí hubiese querido jugar a Miguel Strogoff. Las casas de Anatoli forman una aldea que alguna confusa institución utiliza de cuando en cuando para sus empleados. Pero a él le da igual. Las construye, las cuida, le dejan vivir en su bosque, le dejan cortar la madera y le dan los instrumentos para sobrevivir y crear. En el centro de las casas fantásticas dispuestas en círculo hay un habitáculo de grandes troncos esculpidos en formas que ningún campesino ruso hubiese reconocido jamás. En el centro del habitáculo una hoguera calienta en gran samovar en torno al cual se congregan los caminantes. Anatoli ofrece a todos su té. Y habla en armonía con la naturaleza, de la civilización suicida, de la posibilidad de vuelta atrás, de poder seguir en donde siempre nos debiéramos haber quedado. Su discurso suena repetitivo, con ecos de propaganda electoral ecologista. Y ciertamente excesivo para quien quisiera pasar por un leñador del bosque. Anatoli el del bosque, arquitecto, escultor, artista fabulador, también debe ser miembro de esa élite cultural y técnica que la nueva Unión Soviética intenta ahora movilizar para salir de las sombras. Pero este Anatoli ha ido más al fondo de su rechazo. Se ha refugiado en lo más profundo del bosque. Colecciona todos los samovares de todos los metales y todas las tallas. Y hace té para todo el mundo. E ignora un dinero que no puede comprar nada, de todas maneras, en una economía disparatada. Para Anatoli el del bosque la perestroika es otra fábula de una historia tan vieja que ya ha sido contada y olvidada mil veces.

La ruta sigue y se esparce en mil senderos que van difuminándose en los principios de la noche que acaba el largo domingo de mayo. Al día siguiente el poco productivo trabajo cotidiano seguirá su esfuerzo cansino, la televisión volverá a transmitir como cada día los debates políticos de un Parlamento soviético renovado, y la paciencia y la habilidad de Gorbachov continuarán destejiendo la madeja enrevesada de utopías, proyectos y terror que se fue hilvanando en la manipulada revuelta contra la injusticia.

Al final de la ruta, Anatoli el de la dacha piensa que hay que volver al mercado que es la ley de la vida. Y Anatoli el del bosque declara que hay que volver a la naturaleza, que es la vida misma. Volver, lo dos quieren volver. Volver al samovar de leña y de té hirviente de hojas purificadas, echadoras de suertes echadas. Como si su futuro estuviera en el pasado. Como si todo esto, toda esta historia, toda esta ruta, hubiese sido un sendero luminoso hacia las entrañas de un infierno con forma de samovar.

Manuel Castells es catedrático de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_